El profesor Rudolf Lipezki tenía un hábito incordioso: cada noche, hacia las cuatro de la madrugada, salía al balcón y aullaba. Sus vecinos, hartos, poco podían hacer: el profesor era un hombre influyente. Golpeaban a su puerta: no respondía. Fueron en delegación a increparlo en su laboratorio. Cuando la secretaria los hizo pasar descubrieron el problema: de día, entre tubos y retortas, el profesor era un lobo hecho y derecho. De noche, al descubrirse otra vez humano, la frustración lo impulsaba al aullido.
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Jorge Ariel Madrazo
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