Mary atraviesa la placita con la
brisa precoz de la mañana; se menea con paso desparejo y torpe, mientras atisba
el futuro de costado como una yegua compadrita. Los pibes, bandada de regreso
que abandonan con esfuerzo el potrero y la redonda, la observan desconcertados,
como quien busca respuesta en un reloj detenido en otro tiempo.
Las agitaciones y tormentas de
una empleada postal como Mary pertenecen al pasado reciente, quizás por eso
gruñe un reclamo desafinado por ese pueblo indolente. Ya en la estafeta,
levanta la cortina enmohecida y la reciben afablemente el vaho, la humedad, y
las hilachas de aquellas cartas que nadie leerá.
A Mary la satisface esa melodía
repetida a través del tiempo, y todas las mañanas, ella insiste en danzar al
compás de un acorde quejoso:
—¿Qué será de mí si nadie espera
una carta? Una carta es una visita inesperada, que uno puede besar, acariciar o
evocar. Ahora todos están con ese correo electrónico, superficial y rápido.
Alguna vez, un repartidor postal
se acercó a Mary pero por culpa del destino, tan insalvable como imprevisto, lo
dejó ir, ya que ella fue incapaz de comprender que ese cartero, tercero
involuntario, ya no cargaba sobre su hombro el útero desierto con las cartas
que muchos dejaron abortar en la madrugada.
Porque del buzón vacío nace una
canción desafinada, Mary baja la cortina mientras entona la última oración, la
de quien ha decidido encontrar la paz.
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