—Ay, Floripondio, ¿cómo hizo para
llegar tan rápido?
—Es que la amo un montón,
Tremebunda.
—Pero usted vive a treinta leguas
de aquí y hemos hablado por teléfono hace cinco minutos.
—Vine en el tren bala, ese que
corre a seiscientos kilómetros por hora.
—En Japón, Floripondio, ese tren
circula en Japón.
—¡Por favor! ¿Acaso cree que eso
puede ser un obstáculo para que yo acuda a usted a toda velocidad, haciéndole
caso a mi pasión, que fluye como un torrente?
—Yo creo que usted es un
farsante, que dice esas cosas bonitas porque quiere dormir conmigo.
—Usted me ofende, Tremebunda. Yo
jamás perdería el tiempo durmiendo junto a una dama que ofrece pródiga sus
encantos.
—Perdóneme. Me dejé llevar por el
arrebato de mi corazón desbocado. Debí haber tenido en cuenta que su amor es
platónico.
—Ni platónico ni aristotélico.
Cuando digo que no dormiría la siesta a su lado porque su cuerpo me corta el
sueño.
—¡Entonces su interés en mí es
puramente carnal!
—¡En absoluto! Nosotros, los
orientales de pura cepa, no comemos carnes, solo ingerimos arroz.
—¿Es usted japonés, Floripondio,
como el tren bala?
—No, Tremebunda, soy uruguayo.
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