Franz Kafka despertó convertido en un monstruoso escarabajo; la venganza de Gregor Samsa se había consumado. Y no solo esa. Ahí estaban también Ernest Hemingway, recostado contra una pared, borracho, tratando de calzarse unos zapatos de bebé demasiado pequeños; Huang Tsu aleteando como loco contra el vidrio de la ventana, y el dinosaurio, devorando a dentelladas muy poco escrupulosas al mismísimo Augusto Monterroso. Llorando amargamente, Kafka añoró sus épocas de escritor, cuando sufría sin medida y eso lo llenaba de felicidad. En fin, reflexionó, hay que resignarse, sacar lo bueno de lo mano, como escribió alguna vez Robert Penn Warren. De pronto su olfato detectó algo que no esperaba. ¡Maravilloso! El dinosaurio y él serían grandes amigos. Se acercó al gigantesco animal y dijo carraspeando:
—Perdón, ¿me permite?
—Es toda suya —respondió el dinosaurio. Kafka sonrió; era muy pesada, pero el esfuerzo valdría la pena. Empezó a empujar.
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Sergio Gaut vel Hartman
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