jueves, 21 de enero de 2016

Biografía breve – Héctor Ranea


Una editorial me solicita una biografía breve, cincuenta palabras máximo, para ponerla en un libro en el que no recuerdo cómo caí como autor, sospecho que por un amigo entrañable. Empiezo a escribir no bien logro que la máquina me obedezca y me deje la página en blanco orégano. Maravilloso. Voy a poder escribir en una síntesis de un parpadeo, todo lo que siempre quise que la gente sepa de mí. Entonces ahí voy. Pero cuando escribí que nací un día me di cuenta de que antes de empezar a tomar mi primer teta ya completaría lo pautado, de modo que desistí. Nacer nace todo el mundo, después de todo, todos toman la teta, a todos le cambian los pañales, o a casi todos. Todos comen su primer desayuno sólido, bueno, casi todos.
Fui a la escuela desde pequeño, pongo en el pretexto y entiendo que, de seguir así, antes de que la maestra me rete, ¿entienden la lógica?, etcétera. Entonces desisto de esa parte, después de todo, si estoy escribiendo se podrá presuponer que fui a la escuela o, ¡qué mierda!, que de alguna manera empecé o aprendí a escribir, aunque sea estas estupideces. Bueno. La biografía prescindirá de cuando le partí la cabeza saltándole encima a un compañero que aún me recuerda en sus abluciones matinales cuando se mira el cráneo dislocado. Pero todos habrán cometido travesuras y supondré que eso no les interesa porque no me diferencia de nadie.
Comencé la biografía desde la primera o una de las primeras veces que fui al cine y comprendí que leyendo esas letras podía entender qué decían las personas, pero, digo: si escribo desde ahí hasta donde tuve que ver tres veces Persona, de Bergman, para comprender que no la entendería sin leer algo más, se me irían más de cinco mil palabras, incluso más, de modo que desistí porque pensé que si alguien había llegado a mi biografía era porque alguna vez había ido al cine y no necesitaría saber que yo también, de modo que borré esa parte.
Y la página virtual seguía en blanco.
Paradójico que uno no pueda escribir cincuenta palabras teniendo millones en la biografía. Empecé por decir qué estaba haciendo. Entonces escribí que estaba escribiendo la biografía de alguien cuyo poder de síntesis era tan malo que no podía competir contra un autómata que tomara de todas las biografías lo que era común y expusiese solo aquello que lo diferenciaba. Ese autómata ¿existe? No en mi biblioteca, por cierto. Pero escribir eso me llevó más de las palabras exigidas como tope.
Borré otra vez todo el contenido. Respiré hondo. Me dije entre yo y mí: si no puedo escribir en esas pocas palabras quién he sido, no podré saber ni con todas las palabras del mundo quién seré.
Pensé. Pensé. Leí otras biografías, volví a leerlas, volví a leerlas. Trabajé toda la noche en una medida áurea de las biografías y entonces deduje por medio del álgebra sublime que ninguna biografía debe contener al fantasma de Hamlet ni al de su padre. Fue un teorema providencial de la topología algebraica lo que me llevó a aseverar que no hay biografía posible sin fecha y que toda biografía lleva al menos una sonrisa leve, como la jocunda señora de los cuadros. Pero la biografías siguió sin ser escrita.
Volvieron a solicitarme el deber. Pedí tiempo extra. Farfullé no sé qué cosa sobre mis trabajos y mis libros, pero fueron amablemente categóricos. Entonces cedí a todo impulso de nostalgia y escribí lo que hube realizado desde mi nacimiento hasta la séptima década. Me sobraron muchas palabras, incluso muchos renglones. Los editores, agradecidos.

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