¿Me oís? Hacemelo saber, por favor. Estoy acá hace un buen rato, dispuesto a saltar, y sólo vos podés impedirlo. Tenés que hacer algo. No sé, cualquier cosa. ¿O creés que hubiera venido hasta acá sólo para ponerte a prueba?... ¡Ey! ¿No me oís? ¡Dale, hacé algo! Atrasar la puesta de sol estaría bien; nos daría un rato más para negociar. Es que si se pierde en el horizonte el último rayo, ese famoso rayo verde, saltaré y sin duda el golpe será fuerte. No hay chance de sobrevivir a semejante caída y lo sabés. Ambos lo sabemos ¿no? Así que apurate ¿querés? ¿No ves que empieza a hundirse el sol? ¿No ves que no hay nubarrones que escondan el inevitable desenlace?... ¿Que sienta el viento que asciende desde el río? Sí, lo siento. ¿Y qué? ¿Acaso piensas que es la señal que espero? En otoño, siempre sube este aire desde abajo del puente. Vengo acá desde niño... pero, ¡si lo sabés! Vamos; no juegues conmigo. Es ahora o nunca ¡cabrón!
Intenté convencerlo, lo juro. Sin embargo, no bastó un adormecedor sol bañándose en las tranquilas aguas del río, ni la melodía tierna de una bandada de patos huyendo hacia el atardecer. Tampoco el aroma a azahar traído por el viento desde los naranjos de la costanera, ni la sutil cadencia de los remos de los botes de paseo llevando parejas abrazadas. Nada. No hubo forma. Cayó como un paquete fláccido; sin reflejos. Creo que estaba muerto antes de golpear contra el frío pilar de cemento que sostiene el puente.
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Fernando Andrés Puga
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