Era un negro fibroso y delgado, con la cabeza llena de motas matizadas de blanco. Una herida malsana, adquirida en sus años mozos, le cruzaba la mejilla derecha. Una obsesión guiaba su derrotero: había olvidado la cara del agresor y esto era suficiente para deambular, de pueblo en pueblo, buscando su mirada.
La consecuencia del olvido era un prontuario ajetreado de muertes sucesivas y la pertinaz persecución de un policía que ansiaba la gloria.
El africano sabía que el único ritual para cerrar su herida era hallar el puñal que la había producido y ungirlo con la sangre de su dueño.
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