El artropozopo se atorondró como en su cungra. Así acomodado intentó almorzar al humago que había capturado en la ciudad. Mas eso no era su cungra, más bien una trampa de canzigranes que parecía abandonada. El tonto artropozopo ni por el olor se dio por enterado. Pobre. Un holgazán canzigrán que acertó a volar justo por esos lares lo detectó, lo ancló y lo deglutió con su particular juego de pinzas, mientras le decía al humago que debía agradecerle, pero lo dijo con la boca tan llena de artropodopo, que el bípedo se confundió y agradeció, señal que esperaba el cazador para mandarlo a la olla.
—Es que los humagos no me gustan crudos —murmuró.
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Héctor Ranea
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