El último marciano, sentado en la cima de una colina, observaba el ocaso. La piel correosa de sus miembros y las placas quitinosas de su torso, estaban cubiertas de polvo rojizo. Sus grandes ojos, protegidos por un juego cuádruple de párpados, se mantenían fijos en la estrella que lucía durante el día y cuyo nombre había olvidado, si es que alguna vez llegó a saberlo. Tampoco el marciano lo tenía y, si lo tuvo, ya no lo recordaba. En el fondo de su memoria flotaban las imágenes de otros seres parecidos a él. Pero eso fue, recordó, cuando todavía corría agua sobre la superficie y sólo brillaba un lucero durante la noche. Recordaba muy bien cuando llegó el segundo lucero nocturno. Fue un gran cambio en su vida monótona y vacía. Hasta sintió algo para lo que no tenía tampoco nombre y que le hizo emitir absurdos sonidos entrecortados. Aquella noche redescubrió su voz. ¡Hacía eones que no emitía sonidos! Claro que, ¿para qué, si no había nadie más con quien comunicarse? Pero no tardó en volver a su mutismo. ¿Qué sentido tenía hablar consigo mismo?
La estrella casi había alcanzado el horizonte. El polvo que saturaba la atmósfera difuminaba su luz y creaba un halo a su alrededor.
Descorrió su cuarto párpado al tiempo que se giraba para mirar hacia atrás. La criatura seguía allí. Inmóvil. Mirándolo con su único ojo. Debía de sentirse tan solo como él, pues desde que se encontraron no había dejado se seguirlo a todas partes. Al principio intentó comunicarse, pero resultó muy extraño, pues, el ser que se desplazaba sobre seis miembros rodantes, respondía con una lentitud exasperante. Claro que él no tenía prisa y no había desistido de comprender de dónde venía y qué buscaba, porque parecía buscar algo, siempre escarbando en el suelo, recogiendo arena y piedras, observándolo todo con su ojo.
Había cosas de aquel ser de piel dura y brillante que no comprendía, como la extraña forma de desplazarse, haciendo largas pausas. Tal vez descansaba. Quizás pensaba la forma de continuar su camino. Parecía alimentarse de la luz de la gran estrella que brillaba de día. En eso eran parecidos, pues él acumulaba el calor del día para mantener en funcionamiento su cuerpo durante la noche.
La estrella desapareció engullida por las lejanas montañas. Descorrió el tercer parpado, que ya no le era necesario.
A pesar de que el extraño ser rodante no se movía durante la noche, en su interior podía percibir actividad. Veía el calor que emanaba de la criatura, oía la vibración de sus entrañas. Olía la energía moviéndose de un lado a otro.
Era completamente de noche. Descorrió los otros dos párpados y elevó su mirada a las estrellas. Allí estaban los dos luceros nocturnos, que se desplazaban en su siempre alocada e interminable carrera.
Recordó que, tras la aparición del segundo lucero, se distrajo infinidad de noches, calculando cuándo y dónde se adelantarían el uno al otro. Pero aquel baile irregular pronto se convirtió en rutina y perdió casi todo el interés por ellos.
Súbitamente algo rompió la rutina celeste. Un objeto nuevo y veloz apareció por un lado del horizonte, pasó entre los luceros nocturnos y se perdió en el lado opuesto. El marciano se irguió sobre sus cuatro miembros traseros y extendió sus membranas captadoras, intentando comprender aquella maravilla. Hasta que llegó el amanecer observó la nueva luz pasar a intervalos regulares y cuando la gran estrella apareció de nuevo, desapareció de su vista.
A mediodía, otra luz o quizás la misma, comenzó a descender hacia él.
Unos minutos después, en el Centro de Control de la ESA, el supervisor, de nombre Mariano y oriundo de Lepe, arengaba a los controladores…
—¡Pero, ¿cómo cojones lo habéis conseguido? Si Marte tiene 6.794,4 kilómetros de diámetro, ¿cómo coño lo habéis hecho para acertarle al último marciano y dejarlo convertido en gazpacho manchego? ¡Panda de inútiles!
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