Consiguió la escalera para alzarse bien en el parque, junto al limonero. La calzó de modo de que no perdiera estabilidad cuando subiera. Colocó una piedra redonda, lúcida, pulida, calculando a ojo la posición. Subió por la escalera con solemnidad no exenta de vanidad por la gloria y el loor.
Una vez en la cumbre, miró qué ramas del árbol deberían ser recortadas para impedir que el árbol se hiciera inaccesible. Una vez que hizo en su mente el mapa del follaje, se dejó caer, blandamente, pero marró a la piedra.
Corrió el lugar de esta, luego de sopesarla bien y calcular algún parámetro que pudiere ocultase al primer análisis. Subió otra vez por la escala, escuchando con atención el ruido metálico de sus botines en cada escalón. Una vez arriba, repasó mentalmente el mapa de la fronda, verificó que las ramas a ser cortadas no arruinarían limones por venir y se dejó caer, tan blandamente como la primera vez pero volvió a fallar la piedra. Su cabeza quedó cerca, pero aún no pudo cumplir su objetivo.
La corrió calculando con más precisión, esta vez, no tanto dónde debía poner la piedra sino más bien donde debía ponerse en la escalera para lograr lo que quería. Entonces subió, calculó la velocidad de la brisa, el amable vuelo quejicoso de las palomas y recalculó la posición de cada rama superflua del limonero y esta vez se dejó caer con decisión.
Su cabeza dio contra la esfera de granito, pulida, lúcida, redonda, magnífica. Y la partió. Tomó los pedazos de la piedra y, ufano, siguió regando el limonero.
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