—¿Qué va a llevar, doña?
—Deme tres libras de muslo, cortado finito, como para cotoletti.
—Muy bien. Tiempo loco ¿eh? —contestó el carnicero, mientras afilaba su cuchillo en la piedra de Ardenas y se disponía a rebanar la pierna del prisionero quien, con los ojos inyectados en sangre, espumarajos escapando de su boca de dientes flojos por morder lonjas de cuero para engañar al dolor, la cara roja y perlada por el sudor, las venas azules de sus sienes a punto de estallar, las manos moradas por las ataduras, padecía el suplicio de ser descuartizado en vida y vendido en fetas en el mercado.
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