Esta mañana caminaba por la plaza, recorría sus veredas centrales cuando me crucé con un ser poco convencional. No me asusté. A mi edad he aprendido que son más peligrosos los “normales”. Los que compran una mascota de pura raza. Aquellos que detrás de un escritorio conspiran por una oficina más grande, por un cartelito en la puerta con su nombre en letras doradas. Temo a los que ambicionan una casa tan grande que no les alcanzaría el día para recorrerla. Un automóvil tan poderoso que difícilmente pueden controlarlo.
El caminante de la plaza era un joven con una mochila de tela en un hombro y una guitarra en el estuche; sonreía a las mariposas, saludaba a los pájaros con su mismo canto y caminaba al compás del sol que ascendía en el cielo. Me saludó con cordialidad, como corresponde a los pares, y siguió caminando hasta que desapareció entre las flores.
Estoy segura que podría ser mi amigo, uno más de mis amigos, de los que se abrazan con los álamos plateados o los aromos en flor, los que recorren el cielo en globo o los que juegan con los delfines.
Yo podría regalarles mis mejores palabras y ellos sus melodiosas notas, sus sentimientos más caros o mis lágrimas azules. Todo eso que nadie podría comprar y nos sumaríamos a nuestros sueños para poder volar.
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