Tome un taxi hasta el centro; no podía
ir a buscar el auto al garage y no tenía tiempo de ir en ómnibus. Me senté y me
puse a mirar por la ventanilla; necesitaba poner en orden mi cabeza. Habían
sucedido tantas cosas en las últimas horas que mi sangre bullía y mi corazón
palpitaba aceleradamente.
Siempre fui un hombre pacífico,
incapaz de matar una mosca, y de pronto me había convertido en un asesino. Creí
que lo tenía todo: una hermosa familia, una empresa próspera… ¿Qué le iba a
decir a Delia y a los chicos? Lo más sensato sería irnos del país, huir antes
de que la policía descubriera que maté a mi socio. ¡Pobre Alejandro! No logro
sacar de mi mente la imagen del cuerpo ensangrentado sobre el piso de la
oficina. ¡Tantos años trabajando juntos! Y con la confianza que le tenía… Las
cuentas las llevaba él, claro; era contador y yo apenas había terminado el
secundario. Más aún: tuve que ponerme a trabajar desde chico porque en casa
nunca sobró un peso; éramos muchos hermanos y por más que mi padre trabajaba
como un burro el dinero nunca era suficiente. Me casé joven y con Delia
formamos un dúo espectacular; planificamos una familia con dos hijos para poder
darles las oportunidades que nosotros no tuvimos. Y ahora pasarán a ser los
hijos de un asesino, se van a convertir en parias, nadie los va a mirar y están
en plena adolescencia, una edad difícil. ¡Qué espanto!
De pronto, sin pensarlo dos
veces, le dije al taxista que volviera; debía enfrentarme a los hechos, no era
hombre de huir. Y ahora que tenía apuro por llegar y ponerme a disposición de
la justicia, el auto no avanzaba.
—¿No puede ir más rápido?
—¿No ve que el tránsito está
imposible?
Por fin llegamos; pagué, no
esperé el vuelto y entré a la oficina.
¡Qué raro! Todo estaba tranquilo,
no había policías, los empleados trabajaban como en un día normal… y mi socio
gozando de buena salud, sentado ante su escritorio.
Ahí me di cuenta de q ue todo había sido un sueño,
llamémosle una premonición; no lo había matado, no. Por fortuna mis hijos no
eran los hijos de un asesino.
—¿Te pasa algo? —dijo Alejandro
levantando los ojos de los contratos que estaba revisando.
—N-no, nada. —Le pedí que me
esperara, que iba a hacer un trámite y me dirigí a toda velocidad hacia el banco
que manejaba el grueso de nuestras operaciones, y cuando hablé con el gerente casi
me desmayo, quedé a las puertas de un infarto: realmente Alejandro había retirado
todo nuestro dinero.
Me repuse como pude y regresé a la
oficina hecho una tromba. Apenas me vio, mi socio intuyó que me había enterado
de lo que ocurría, mientras yo pensaba en Delia y los chicos para no matarlo.
Sin embargo, logré calmarme; no me iba a convertir en un asesino, aunque mi primer
impulso fue pegarle hasta destrozarle la cara.
—¡A ver qué explicación tenés
para justificar lo que hiciste! —exclamé. Se puso pálido y tartamudeando
contestó:
—Estoy en un… problema, Rodrigo.
Sos hombre y me tenés que entender. Me enamoré de… Claudia, ¿sabés? A nuestra
edad una pasión te devuelve la vida. —Claudia, nuestra secretaria. ¿Qué le
había visto a esa mujer? La esposa de Alejandro era bella, inteligente.
Alejandro dejó de taramudear y siguió tratando de justificarse—. Me voy con ella;
nos escapamos a Brasil y no pienso volver nunca más.
—¡Con mi dinero! —bramé—. ¿De que
sirvieron tantos años de amistad y confianza? ¡Traidor! —Se me hizo un nudo en
la garganta y supe que me largaría a llorar como un niño. Pero en vez de eso,
en mis labios empezó a dibujarse una sonrisa. ¿Qué era lo terrible de esa
tragicomedia? Yo no me había convertido en un asesino, mis hijos no tendrían
que avergonzarse de su padre, todo lo que me había robado era un poco de
dinero… y yo no tenía la certeza absoluta de que en algún momento del futuro no
me cruzara por la cabeza la idea de fugarme con una joven veinte años menor que
yo. Lo urgente era conseguir un socio que recompusiera el capital de la
empresa, y poner un aviso para conseguir una nueva secretaria.
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