Eider estaba algo inquieta esa noche, parecía no poder poner los pies en el suelo; a falta de un lugar de pertenencia sentía que no pertenecía a ningún lado. Estaba rara. Invisible. Transparente. Traslúcida. Pasaban a su lado, o a través; de a ratos, una prístina tibieza la hacía visible, pero su intangibilidad era tanta, que terminaban obviándola. No le preocupaba eso, tenía miles de planos paralelos, perpendiculares y transversos donde podía moverse tranquilamente, aunque a veces se perdía y le era difícil encontrar la salida. Era ahí cuando la soledad se hacía presente y la oscurecía por miles de días en una neblina opaca; su figura apenas se movía, casi podría decirse que se arrastraba en habituales espacios normales, ¡todo parecía tan natural! Pero ella agonizaba y buscó refugio en el único lugar seguro que conocía: la locura.
Entonces... comenzó a revivir escapándole a una muerte por normalidad; sonrió y jugó con un rayo de sol en el patio, hacía frío pero un racimo de pequeñines de diversas formas y colores se pegaron a ella devolviéndole calor, era feliz aunque fuera por unos cuantos nanosegundos y en su recién nacida tibieza pareció recordar unos ojos negros, profundos insondables, amigos; y la locura se hizo más notoria. Se arrebujó en su manta viva y multicolor, y pensó: ¡mañana voy a verlo! No era gran cosa; él recién estaba notando que ella existía, pero nunca nada le fue fácil.
Entró en su casa sonrió normalmente, algo que tranquilizó a todos y se refugió en un libro (pegadita a Julio). Ya no era transparente; estaba cubierta de colores, que solo ella veía.
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