—Mamá, ¿qué es aquello? —preguntó el joven arcturiano, apuntando con dos tentáculos de color rosado, indicación clara de que aún estaba en una etapa asexuada de su evolución.
—No se debe apuntar —corrigió la madre, moviendo una de las antenas de visión hacia la dirección indicada. Enfocando el ojo multifacetado, observó lo que había provocado el espanto del producto de su huevo más reciente.
El hijo mayor, que se distraía saltando sobre tres tentáculos cada vez, miró y dijo, exhibiendo los conocimientos adquiridos en una clase de exobiologia: —Son bípedos. ¿De dónde vendrán, papá?
El padre arcturiano esclareció a su familia.
—En “Noticias de Arcturus” se habló de ellos. Son de un planeta llamado Tierra, que orbita una estrella llamada Sol, en la periferia de la galaxia. Vinieron en misión de contacto y no deben ser hostilizados.
—¿Son buenos para comer? —preguntó el hijo, con el apéndice succionador pulsando por anticipado.
—¿No te enseñaron en la escuela que no se debe comer a otras especies inteligentes? —amonestó la madre.
—Vamos a continuar nuestro paseo —ordenó el padre, y la familia prosiguió su desplazamiento por la avenida marginal, cruzándose con otros miembros de su especie, que saludaban utilizando el ritual que correspondía a la jerarquía relativa, establecida por el riguroso (y muy complejo) protocolo arcturiano. Los más pequeños se adelantaron mientras jugaban a que el hijo mayor fingía anudar dos tentáculos del más joven, que escapaba dando chillidos de satisfacción.
Y dijo la madre arcturiana: —No comenté nada para no impresionar a los pequeños, pero ellos son tan... anormales, que hasta sentí ondulaciones en la epidermis. Imagina, solo cuatro tentáculos, ¡y dos de ellos reservados para la locomoción!
—Yo no soy xenófobo —replicó el padre arcturiano—, pero no me parece bien que el Consejo Octópodo autorice la entrada de alienígenas en zonas de la ciudad tradicionalmente reservadas al ocio familiar.
Los cuatro terrestres disfrutaban de la primera salida de la nave después del largo viaje. Sergei Schmidt, germano-ruso, el ingeniero de sistemas, filmaba el mar en diversas gamas de frecuencia, pues estaba intrigado con la fosforescencia que por momentos aparecía en la superficie líquida.
Al llegar a la cima de la colina, ingresaron a la avenida que parecía ser un lugar de paseo muy apreciado por los indígenas. Brigitta Eco, exo-bióloga, hija de padre sueco y madre italiana, ajustó la visera del casco para utilizar el modo telescópico, observó unos momentos los arcturianos y exclamó:
—¡Miren qué chiflados son los pequeños!
Joshua Makulela era el jefe de la misión. El transmisor insertado en el oído emitió un estallido y él tuvo que prestar atención a los mensajes que enviaba el control de la nave, informaciones de rutina, confirmación de la reunión el día siguiente con el Consejo Octópodo. Cuando terminó la transmisión, comenzó a oír la conversación que Takuji Barbosa mantenía con Brigitta:
—(...) y antes de entrar a la universidad, mis padres me mandaron un año a Japón. Me quedé en casa de mi abuelo, que era pescador en la isla de Rishiri, próxima al extremo norte de Hokkaido, y fui con él algunas veces pescar lulas gigantes. Eran muy parecidas a estos pulpos andantes; la pesca era trabajosa, pero se obtenían de ellos unos bifes exquisitos. Será que estos...
El nipobrasileiro interrumpió la frase y soltó una carcajada, mirando la expresión de incomodidad del rostro de Brigitta, que además de todo era vegetariana. El jefe se sintió en la obligación de intervenir:
—Barbosa —el tratamiento por el apellido demostraba que estaba molesto —otro comentario políticamente incorrecto como ese ¡y me veré obligado a registrarlo en el diario de bordo!
Título original: Todos diferentes, todos iguais...
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