—Podría dejarlo pasar, como otras veces, pero vos sabés lo que viene después si lo dejo pasar. Ya tengo esa experiencia. Empieza siendo una travesura y nadie sabe dónde termina. No, no lo dejaré pasar. Algo tenemos que hacer.— dije mientras aspiraba profundamente.
—¿Te parece? ¿Y qué podemos hacer, eh? ¿Se lo prohibimos? Si no nos hace el menor caso. ¿Lo amenazamos con no pasarle la mensualidad? No sé… nunca estuve de acuerdo con esos métodos y me parece que vos tampoco ¿o sí?— contestaste con la mirada perdida en el cielo raso.
—No, no… claro que no, pero algo hay que hacer. Habría que asustarlo, por ejemplo. A lo mejor así toma conciencia. Ya va siendo hora ¿no?
—¿Y cómo pensás asustarlo, a ver? No es fácil, nada fácil. ¡Si se las sabe todas el guacho....! ¡También, qué querés! ¡Con esa manga de vagos con la que se junta…!
—Ya sé, ya sé, pero alguna manera tiene que haber. No puede ser que se nos vaya de las manos y nos resignemos a ser simples testigos. Pensemos un poco, no puede ser tan imposible…— y se agitaba mi respiración al intentar buscar una respuesta.
—¿Y si hacemos lo siguiente?— exclamaste de pronto y vi cómo se encendía la lamparita en el fondo de tus ojos inexpresivos—. Paremos acá, total para nosotros ya fue suficiente. Levantemos todo y dejemos esta línea sobre la mesa, como al descuido, como si no nos hubiéramos dado cuenta, pero que en lugar de merca sea talco. Cuando él venga a casa, seguro que la ve y no se va a poder resistir. Cuando la aspire y descubra que no es lo que esperaba le va a agarrar pánico y tendrá que pedir ayuda…
No sé si fue una buena idea, pero era la única y ya estábamos cansados de dar vueltas y vueltas sobre el asunto. Sin pensarlo dos veces, limpiamos bien la superficie de la mesa, dejamos una pequeña raya de talco y nos fuimos a dormir. Fue un sueño largo, sin pesadillas.
A la mañana siguiente la línea seguía en el mismo lugar. Corrimos hasta el cuarto a ver si estaba en casa y lo encontramos despatarrado sobre la cama. Desnudo. Restos de cocaína punteaban de blanco la mesa de luz junto a una vieja tarjeta de crédito, casi destruida. Baba blanquecina rodeaba sus pálidos labios y un rictus dramático le desfiguraba la cara, tanto que no parecía él, el niño que creíamos haber criado con tanta libertad. El vaso, volcado. El whisky, derramado. La botella vacía, hecha añicos en un rincón, hablaba de largas horas solitarias.
No nos sorprendimos, apenas un amargo gesto dejó ver nuestra impotencia. Vos te encerraste en el baño, supongo que a llorar. Yo volví a la cocina, apoyé los codos sobre la mesa y la frente sobre las manos. Vi la línea y sin pensarlo aspiré, acaso en busca del camino que me acerque a él de una buena vez.
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Fernando Andrés Puga
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