—Efectivamente, soy el último de la serie.
—Según el anágrafe, además, es el único vivo.
—En efecto Kaaka murió en 1823 en una novela de dos centavos que escribió por encargue Flash Dickens.
—¿Cómo dijo? ¿Flash Dickens? A ese aún no lo tengo.
—Es que publicó con pseudónimo. Eso. Escriba pseudónimo. No vaya a poner seudónimo que me viene la carraspera.
—Pero Kaaka murió hace mucho para nosotros, aunque no tanto para ustedes. ¿Lo conoció al famoso Kauka?
—Tío abuelo de mi abuelo. En los mentideros de la familia se dice que es tío por parte de la abuela. Hay un poco de cruces por eso.
—¿Y qué escribió? —cambió rápido el frente el Dr. Furcis como para forzar una contradicción.
—¿Kauka? Que yo sepa escribió un poco sobre el monóxido de carbono, sobre las manchas de estaño y una guía de restoranes de Praga. Se hizo famoso por un graffiti en la entrada de una posada.
—Me refería a usted.
—¡Ah! Perdón. Escribí una novela que quiere ser la continuación de América, del recontra-tatarabuelo Kafka.
—¿La tiene consigo?
—Ni loco la saco a pasear. Es peligrosa. Si la lee un desprevenido puede sentir demasiado terror. América es de terror, ¿sabe?
—¡Me lo va a decir a mí! —replicó casi con orgullo Furcis—. Estuve en todas. Pero en esa suya no lo recuerdo, le juro.
—Es que usted en esa continuación (no digo que no haya otras) apenas hace un papel de funámbulo dormido o sonámbulo y se cae a los dos capítulos de empezada la novela.
—¿Muero y nadie me dijo nada? ¡Estos de la editorial son obscenamente crueles!
—Es que, en realidad, no lo hemos publicado aún. Está muriéndose.
—¡Acabáramos, muchacho! Bueno, supongo que mis últimas palabras serán: Gusto de haberlo conocido Mr. Kazka, saludos a Franz.
—Serán dados, pero me temo que por usted.
—Claro. Sí; claro. Tiene usted un gran sentido del humor.
—Heredado de Franz, por supuesto —contestó Kazka. Furcis ya se había excedido más allá de las últimas palabras, pero serían borradas de su archivo.
América seguirá navegando hasta que la publiquen: Kazka not dead.
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