lunes, 13 de julio de 2015

Obsesión - Graciela De Gaetano


Una de sus frases favoritas era “no me llevo bien con las emociones”. Consecuente con ella, nunca había llorado, y nunca se había enamorado. Para él, el amor era una mentira que se decían a sí mismos los demás a la hora del sexo. Las mujeres con las que se había relacionado no habían dejado en él más que un tibio y pálido recuerdo.
Nunca había notado a su vecina. Para él había sido siempre “la del quinto”, hasta esa tarde fatal en que la encontró casualmente en el ascensor y le preguntó su nombre.
—Verónica dijo ella.
—Verónica repitió él.
De golpe, como si hubiera sido creada con el conjuro de su propia voz, la vio. Y ya no pudo dejar de mirarla, y de verla en todos los espacios que miraba. Se descubrió despierto a la madrugada, pensando en ella. Enancado en su nombre, volvió a hacer pequeñas travesuras, esas de las que siempre se había burlado. Dejó para siempre las palabras cruzadas y empezó a escribir tonteras en el reverso de las recetas.
—Verónica.
Era lo primero que decía al despertarse. Y lo repetía obsesivamente mientras se preparaba el mate: todo se llamaba Verónica, todas las mujeres eran Verónica, y hasta llegó a dudar del nombre de su madre.
Perturbado, se tropezaba con las cosas, se le enredaban los textos que leía, y ya no sabía dónde estaba el norte. Para calmar su ansiedad, empezó a espiar su ventana para tratar de verla. Y cuando la veía, se le desbocaba la ilusión, y no podía dejar de soñar. Con la borrachera de su nombre, lo que le pasaba con los objetos era cada vez peor. Nunca estaban donde los dejaba, y se escondían con saña cuando los buscaba. Le costaba horrores prender la hornalla de la cocina, y cuando lo lograba, el fuego tenía tal fuerza que siempre le quemaba la salsa. No le importaba. Nada era importante. Pensaba sólo en ella, en su nombre: Verónica.
—Verónica. Lo decía en voz alta, lo cantaba, lo escribía, lo respiraba.
Esa mañana se despertó y el rito se le volvió esquivo. Se levantó de golpe.
—No, no puedo haberlo olvidado se consoló.
Azorado, buscó entre el desorden de su mesa, en el suelo, en los bolsillos. Solo encontraba bollos de papel con signos extraños.
Desesperado, se puso de pie y las rodillas no lo sostuvieron. Encogido en el suelo, con sus sienes quemando, vencido, lloró.

La mujer de blanco intentaba levantar al anciano, y llamó pidiendo ayuda.

—¡Jorge! Por favor, ayudame con el viejito. Otra vez se cayó, y otra vez se ha ido. ¡Creo que de hoy no pasa!

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