Una de sus frases favoritas era “no
me llevo bien con las emociones”. Consecuente con ella, nunca había
llorado, y nunca se había enamorado. Para él, el amor era una
mentira que se decían a sí mismos los demás a la hora del sexo.
Las mujeres con las que se había relacionado no habían dejado en él
más que un tibio y pálido recuerdo.
Nunca había notado a su vecina. Para
él había sido siempre “la del quinto”, hasta esa tarde fatal en
que la encontró casualmente en el ascensor y le preguntó su nombre.
—Verónica —dijo
ella.
—Verónica —repitió
él.
De golpe, como si hubiera sido creada
con el conjuro de su propia voz, la vio. Y ya no pudo dejar de
mirarla, y de verla en todos los espacios que miraba. Se descubrió
despierto a la madrugada, pensando en ella. Enancado en su nombre,
volvió a hacer pequeñas travesuras, esas de las que siempre se
había burlado. Dejó para siempre las palabras cruzadas y empezó a
escribir tonteras en el reverso de las recetas.
—Verónica.
Era lo primero que decía al
despertarse. Y lo repetía obsesivamente mientras se preparaba el
mate: todo se llamaba Verónica, todas las mujeres eran Verónica, y
hasta llegó a dudar del nombre de su madre.
Perturbado, se tropezaba con las cosas,
se le enredaban los textos que leía, y ya no sabía dónde estaba el
norte. Para calmar su ansiedad, empezó a espiar su ventana para
tratar de verla. Y cuando la veía, se le desbocaba la ilusión, y no
podía dejar de soñar. Con la borrachera de su nombre, lo que le
pasaba con los objetos era cada vez peor. Nunca estaban donde los
dejaba, y se escondían con saña cuando los buscaba. Le costaba
horrores prender la hornalla de la cocina, y cuando lo lograba, el
fuego tenía tal fuerza que siempre le quemaba la salsa. No le
importaba. Nada era importante. Pensaba sólo en ella, en su nombre:
Verónica.
—Verónica. —Lo
decía en voz alta, lo cantaba, lo escribía, lo respiraba.
Esa mañana se despertó y el rito se
le volvió esquivo. Se levantó de golpe.
—No, no puedo haberlo olvidado —se
consoló.
Azorado, buscó entre el desorden de su
mesa, en el suelo, en los bolsillos. Solo encontraba bollos de papel
con signos extraños.
Desesperado, se puso de pie y las
rodillas no lo sostuvieron. Encogido en el suelo, con sus sienes
quemando, vencido, lloró.
La mujer de blanco intentaba levantar
al anciano, y llamó pidiendo ayuda.
—¡Jorge! Por favor, ayudame con el
viejito. Otra vez se cayó, y otra vez se ha ido. ¡Creo que de hoy
no pasa!
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