Eduardo siempre acaparaba la atención de los transeúntes con su presencia varonil, impecable y bien afeitado. Al principio las miradas eran de sorpresa, luego admiración, pero jamás de indiferencia, incluso, hasta arrancaba algunas sonrisas cómplices entre los hombres.
Era singular, Eduardo, no se parecía a ningún otro. Su pelo rubio ceniza, sus anteojos espejados de marco dorado, que acostumbraba llevar puestos aunque el día estuviera nublado, y hasta cuando llovía. Ignorando las inclemencias del tiempo, seguía parado allí, en la puerta lateral de la pequeña tienda, con su media sonrisa canchera y sus zapatos algo anticuados; unos mocasines de color marrón con trabita plateada, costura en el talón, y la camisa a cuadros azul y roja de franela, demasiado calurosa para marzo.
A veces, pocas, lucía ropa deportiva. Confieso que no me gustaba verlo enfundado en shorts minúsculos y remeras rayadas Dipporto, que le daban cierto aire amariconado. Lo peor fue cuando apareció con una vincha que le sujetaba la melena cenicienta algo apolillada con el correr de los años; supongo que le hacía falta algún baño de crema.
La mujer de la tienda se enojó, se ve que le disgustó tanto como a mí la ridícula vincha, pero al sacársela, le dejó todos los pelos parados; y así quedaron, duros, mirando hacia arriba. Tanto ella como el empleado se burlaron, mientras él permanecía indiferente
Los años pasaron y Eduardo ya no me parecía tan prolijo como antes, ni tan varonil. Esos tiempos fueron implacables para todos. Cada uno fue haciendo su vida como pudo. Atrás quedaron las caminatas por la avenida San Martin, cuando el frío invernal te calaba hasta los huesos, o los breves veranos tomando helado en Pololo o comiendo pizza con fainá en Ottonelli. Sí, la década del setenta nos pasó por encima mientras la vida transcurría en el colegio, el club, el trabajo en las fábricas, los amigos, las peñas, la vereda, la plaza o el cine.
Ya no recuerdo en qué año ocurrió lo de Eduardo. Aquel día en el que un falcon verde se subió a la vereda del negocio, y dos de los ocupantes, sacaron sus armas y barrieron con todo. Con la mujer y el empleado también.
El primero en caer fue Eduardo, que se encontraba en la puerta lateral del local. El pobre quedó todo roto y desarticulado en la vereda.
Alguien, no recuerdo quien, me contó que estaba hueco, y pude notar que tenía la misma mirada burlona de la mujer y del empleado aquella vez cuando ocurrió el incidente de la vincha. Ya me parecía a mí que Eduardo no era muy humano.
Cuando paso por avenida San Martín y las vías trato de no mirar hacía la tienda; la última vez que lo hice, vi a una con pelo violeta y mejillas muy maquilladas enfundada en ropa berreta, en el mismo lugar que ocupaba Eduardo.
Acerca de la autora:
Claudia Isabel Lonfat
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