domingo, 5 de julio de 2015

El pescador - Marcia Escala


Lo sobresaltó el tirón de la cuerda. ¿Habría algo por fin? No sería la primera vez que el deseo lo llevara a confundir un movimiento, un enredo de sogas, con un pez. La red flotaba ahora estremecida por la turbulencia del mar. Otro tirón; con suerte no llegaría a su casa con las manos vacías. Tantas horas de espera en esa tarde inhóspita, el cansancio marcándose en la cara, el cuerpo entumecido.
En el muelle no había nadie, excepto un perro anhelante que esperaba a cierta distancia. Los demás pescadores se habían ido hacía ya largo rato; el frío, el viento y el escaso pique los habían disuadido. Él no quiso aflojar, con la tozudez que a veces produce la desesperación.
Un nuevo tirón; no cabían dudas, había algo. Sujetó la red con fuerza, tanta como la del pez. Debía ser enorme; luchaba con vigor tensando la soga.
Intentó ver qué pieza era pero la escasa luz, el oleaje, se lo impidieron. Estaba solo frente al mar embravecido. Un sol moribundo caía en el horizonte. Las gaviotas buscaban refugio entre las rocas.
La red se sacudía cada vez más tirante. Los nudillos se le blanquearon, en las palmas aparecieron grietas rojizas. Se afirmó contra el muelle; no podía dejarlo escapar. En una de las convulsivas sacudidas descubrió parte de una gran forma de color plateado blanquecino. Era el pez más grande que jamás imaginó conseguir. No era uno de esos depredadores que habría roto la red a mordiscones, inapropiada para ese tipo de animales.
Era sorprendente la resistencia. Debía controlarlo, evitar que se escapara. Un nuevo, infructuoso intento por dominar al pez, lo dejó casi exhausto; así no lograría subirlo. Rápidamente ató los extremos de la red a las maderas que habían servido de apoyo, agarró el arpón. El primer golpe no dio en el blanco, tampoco los tres siguientes. Fue en el quinto cuando logró su objetivo: hubo algunas sacudidas débiles, después las sogas se aquietaron. Un gran manchón rojizo se fue diluyendo en las aguas revueltas. Por fin era suyo; ahora el último esfuerzo: subirlo al muelle.
Con dificultad lo fue elevando hasta tenerlo inmóvil sobre el piso. No desenredó las cuerdas de inmediato porque necesitaba recuperarse del agotamiento; le dolía todo el cuerpo. Del sol quedaba un reflejo violáceo perdiéndose en el cielo.
Al cabo de un rato abrió la red. Lo primero que vio fueron los ojos enormes, abiertos, mirándolo sin vida. Tuvo la certeza de que jamás los olvidaría, hasta el momento de su muerte. Y quizá más allá también, como un mal sueño, esos que parecen adherirse a la piel, a los sentidos. Contempló largamente el arpón incrustado entre los pechos pequeños.
Entonces, con un póstumo esfuerzo, acercó la red al borde del muelle, la volcó al mar, la vio hundirse. Los cabellos fueron lo último que vio; flotaron un rato para luego desaparecer perezosamente. Quedó un tiempo interminable quieto, la mirada perdida aun cuando ya no podía verse nada.

Acerca de la autora:
Marcia Escala

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