jueves, 6 de agosto de 2015

El túnel - Patricio G. Bazán


—Johnston, ¿me escucha? ¡Estoy atrapado!
Nada. La radio no servía debajo de toneladas cúbicas de roca. Podía sentir con fuerza los latidos de un segundo corazón que, seguramente, venían de su pobre cabeza dolorida, golpeada por una piedra antes del derrumbe. No podía ver, y rogaba que fuera solamente la oscuridad de la caverna, y no ceguera. 
Lo último que recordaba antes del desmayo fue aquel maldito artefacto: una especie de cubo dorado cubierto de inscripciones mayas o aztecas. Jamás supo diferenciarlas; apenas si figuraba en la plantilla como “asistente", y ni siquiera era alumno del profesor Johnston. Si le hubiesen aclarado que su trabajo de jornalero incluía el riesgo de morir aplastado, preferiría haber seguido en la fábrica.
Aparentemente estaba ileso, aunque su cabeza se negaba a funcionar correctamente. Recordaba que al manipular esa reliquia, lo sorprendió un zumbido peligrosamente fuerte, una vibración que lo atravesó como si fuera un muñeco de papel. Después, todo se vino abajo. Milagrosamente, no estaba muerto. Aunque se había acostumbrado a la penumbra, recurrió a la linterna que, por fortuna, aun pendía de su cinturón.
—¡Fantástico, esta porquería también se dañó! —exclamó al ver la luz mortecina e intermitente que revelaba una caverna estrecha. El aire olía húmedo y salado, lo cual le recordó a su casa natal en la costa, y el amado mar de su infancia. Los ojos se le humedecieron involuntariamente al asalto de tantos recuerdos aparentemente olvidados. Bueno, pronto volvería a él.
Apagó la linterna para conservar las pilas y caminó tanteando los muros, inquietantemente pegajosos. Ese latido persistía en taladrarle la cabeza, impidiéndole enfocarse en su problema inmediato: entender en dónde demonios estaba. Un repentino temblor lo clavó al suelo.
—¡Por Dios, otro derrumbe no! —susurró en la cálida penumbra. Todo el recinto temblaba, casi al ritmo del omnipresente latido. Debía apurarse: su única esperanza era salir de aquella cueva antes de que el techo se desmoronara.
Comprobó que ya no podía desplazarse. Con cada temblor, el recinto se estrechaba más y más, y su cabeza funcionaba cada vez peor. Pensó en volver a llamar al profesor, pero no recordaba su nombre. Sin previo aviso sintió hambre, miedo y unas irrefrenables ganas de llorar, a medida que sus memorias se iban escapando como animales espantados. Quiso llamar a alguien para que lo ayudara, pero solo pudo berrear como una criatura indefensa. El último recuerdo de su vida fue un rostro amado y sonriente, tal vez el de su madre.
Luego, todo se precipitó. Una luz, allá en el fondo del túnel, lo llamaba irresistiblemente. Descubrió que el latido que llenaba el aire de la cueva era el de su propio corazón aterrado. La claridad invadía la caverna a medida que se acercaba al final. Ya no podía pensar y, dócilmente, se dejo arrastrar por la incontenible fuerza que lo impulsaba a salir del canal uterino para enfrentarse a un nuevo mundo, una nueva oportunidad de vivir.

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2 comentarios:

  1. My bueno Patricio, me dejo pensando en todos esos misterios, el por qué no quedan recuerdos intrauterinos. Seria hermoso poder tenerlos

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    1. Tener memoria seriada de todas esas vidas, ¡qué don valioso y terrible!
      Un fuerte abrazo, y gracias por tus amables palabras.

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