Me doy cuenta de que me miran raro en la banda. Orino donde nadie más lo hace, me separo poco después de comer e, incluso de noche, camino más para hacer mis necesidades a pesar de las consecuencias de irme lejos. Me mira atravesado el jefe joven, no le gusta, le preocupa. Los laderos se ponen siempre de su lado pero a mí me respetan tanto que no quieren seguirme para saber dónde orino y el jefe no logra ni con sus peores gritos que lo obedezcan. Lo sé. Hace meses que orino con sangre y sé que nos siguen los carniceros, de modo que entiendo el riesgo en el que pongo a la banda. Pronto me iré. Días atrás el joven jefe me detuvo y me di cuenta de que olía mi cuerpo. Sospecha fuerte de mí, soy su tema de conversación con toda la banda, soy su tema en las pesadillas que tiene después de acoplarse a la jefa joven. Soy su tema con ella. Pero ella es mi hija y me tiene que preservar. Por eso yo agradecido voy a otro lado a orinar, para que los perros no nos encuentren tan fácilmente. Todavía tengo que enseñarle al hijo de mi hija el final del último libro: El Lobo Estepario, de Hermann Hesse. Para el resto deberá bastarse por sí mismo.
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Héctor Ranea
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