Entré sigilosa en el oscuro espacio húmedo, maloliente. Con el vientre frío sobre la áspera superficie de piedra de la cueva, deslicé mi ladina intención hasta envolver por completo el cuerpo apetitoso del pequeño animal lampiño que chillaba en el rincón, oculto en un cántaro de barro, tapado por un trapo sucio que apenas dejaba ver sus ojos brillantes aun en esa negra soledad. Apreté hasta apagarle la voz; luego dormí largamente.
Ya entra el sol por la hendija que se abre al precipicio. Después del largo silencio del invierno se acerca la hora de partir en busca de alimento, aunque no siento hambre. ¡Qué extraño! ¿Será por el sabroso recuerdo que sobrevive entre mis fauces? ¡Mmmm! Se me hace agua la boca. Saldré a dar un vistazo. Quizás me tope otra vez con tan irresistible bocado.
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Fernando Andrés Puga
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