El atleta detuvo la caminata playera, miró a su alrededor y comenzó a quitarse la remera con movimientos estudiados y sensuales. Quedó así expuesto su musculoso y trabajado cuerpo, dorado, brillante. Se acomodó los anteojos oscuros importados, sacudió su cabellera rubia y con las manos en los bolsillos de la malla amarilla caminó hacia la orilla. Todo estaba perfecto a su alrededor, las mujeres no tardaron en advertirlo, la mayoría lo hizo disimuladamente, otras lo miraban con insistencia. Pero él ya había puesto los ojos en una rubia escultural que estaba allí cerca, en su reposera, leyendo una revista de moda. Era la chica para él, la chica digna de él. La miró varias veces, se paseó delante de ella, a cada paso remarcaba más sus músculos. Miraba el horizonte como buscando un destino, lo tenía estudiado, esa mirada lejana atraía más aún a las mujeres. De pronto, de la reposera junto a la de la chica rubia, se levantó un petiso y fornido muchacho de piel oscura y no precisamente por culpa del sol. Se acercó al Adonis y con simples y escuetas palabras le dijo:
—¡Vos serás el campeón del mundo, pero esta es mi mujer y no se toca!
El atleta, lo miró fijamente y vio en sus ojos negros, un brillo que hablaba de su orgullo, pero también vio allí el fuego de la violencia y el frío de la muerte. Sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se encaminó hacia el otro lado de la playa, muy lejos de allí.
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