Anoche soñé con Moncho García. Estoy seguro que me visitó en sueños para reclamarme algo, por qué otra razón me iba a visitar desde el más allá, sino para dejarme algún mensaje, algo que no pudo hacer o decir. Tengo que reconocer que me quedó cierta angustia, y culpa, que de no haberlo soñado, hubiese seguido perdido en mi memoria.
Tenía la mirada triste, y el brillo de las lágrimas que se negaban a caer, como si se hubieran congelado en los lagrimales. Ahora lo veía en mi mente, anclado en los ojos. Yo los cerraba con furia, pero al abrirlos, él retornaba con esa tristeza agobiante.
Moncho trabajaba en el banco X conmigo, fue uno de los tres compañeros secuestrados durante la dictadura, y el único que volvió. No se sabe por qué lo liberaron, pero puedo dar fe de que su padre hizo de todo para conseguirlo. Después de recuperarse físicamente, volvió al trabajo, pero ya no era el mismo. Con el tiempo nos empezamos a acostumbrar a su cambio y también a sus largos silencios.
Un día se arrimó y me dijo: —¿Ves a ese tipo de pantalones marrones y camisa blanca que está en el mostrador donde se pagan los cheques de los empleados estatales?
—Sí, claro, lo veo —le respondí.
—Fue mi torturador, el que me pegaba y vejaba.
Me lo dijo de una manera que me heló la sangre. No había tristeza, ni odio. Ningún sentimiento de repudio a la vista. Simplemente se quedó mirándolo, como si estuviera todavía atrapado en una telaraña. Le temblaban las manos, y para ocultarlo, las metía en los bolsillos, pero era imposible disimular, tenía una palidez de muerte.
Se me hizo un nudo en la garganta y me llené de odio. Creo que si hubiese tenido un arma, le disparaba sin miramientos a quemarropa. Moncho lo siguió observando, con esa mirada oblicua de vaca que va al matadero sabiendo lo que iba a ocurrir, y el hijo de puta del torturador, hasta parecía un viejito de esos que sacan a pasear al perro y conversan con chicos. Los tipos como él, creen que cumplieron con su deber, por eso caminan con la frente alta.
Entonces entendí porque esa visita en el sueño. Yo había dado vuelta la página, aún así, el odio seguía adentro. No había podido despegar de esas situaciones. Repetía la frase hecha “La vida sigue su curso”, cada mañana frente al espejo, como una oración salvadora, pero estaba vacío, no tenía contenido. Era lo que él me quería transmitir: que yo también había quedado atrapado en una telaraña.
Acerca de la autora:
Claudia Isabel Lonfat
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