Estaba más que harto del año 2012. Cansado de que un gobierno de fascistas incompetentes se hubiese dedicado a joder al pueblo, al tiempo que se enriquecían ellos, sus amigos corruptos y la iglesia católica, con dos mil años de experiencia en corrupción. Deseaba que no hubiese existido el maldito 2012 o que se hubiese cumplido la tan esperada profecía maya del fin del mundo, pero no, aquí estábamos, a punto de comenzar el 2013, que no parecía que fuese a ser mejor. Desesperado, porque el médico, a causa de los recortes del gobierno, no me podía recetar más ansiolíticos, vagaba por mi barrio —casi a oscuras por la crisis, aunque en los barrios ricos y frente a las sedes del partido gobernante, seguían luciendo todas las farolas a plena potencia—. De pronto, de las sombras tenebrosas que producían la triste luz rojiza de las farolas ecológicas, salió una figura extraña. Sé que debía de haberme asustado, pero tras un año tan aciago no era capaz de sobresaltarme solo porque un tipo, que bien podría ser un asesino serial, me saliese al paso. ¿Qué más podía hacerme que no me hubiesen hecho los políticos?
—Porque lo hiciste mal —dijo con una voz que sonó como el arrastrar de un saco de piedras.
—Tío, si quieres pedirme dinero o robarme es que estás tan jodido como yo, no te molestes y busca a otro, que aquí no hay nada que rascar —dije intentando esquivarlo y seguir mi vagabundeo.
—Ha sido malo porque lo hiciste mal —insistió impidiéndome el paso una vez más.
—No sé qué coño quieres decir.
—El año.
—¿...?
—Qué cortito eres, caramba —dijo el extraño.
—¡O te explicas o te doy dos ostias! —amenacé.
—Que este año ha sido malo porque lo comenzaste mal.
—¿Lo empecé mal?
—Sí. ¿Qué hiciste la Nochevieja pasada?
—Nada. No estaba con ánimos para fiestas, ni la gilipollez de las uvas y todas esas supersticiones.
—¿Por qué crees que existen esas «supersticiones»?
—No sé… ¿las inventaron los comerciantes para vender?
—Pues no. Piénsalo bien, pues el futuro está en tus manos —y diciendo esto se fundió en las sombras y desapareció.
Vagué toda la noche en busca del extraño personaje, pero no tuve suerte, aunque al menos me dio tiempo para pensar. Llegué a la conclusión de que el tipo había dicho que, si seguía el típico ritual de Nochevieja, cambiaría mi suerte. Investigué sobre cuál de todas las supersticiones de fin de año era la mejor. Había un montón: comer doce uvas, llevar ropa interior roja o llevarla del revés, ponerse monedas dentro de los zapatos, comer lentejas o llevarlas en los bolsillos, beber una copa de cava con un anillo dentro, etc. No sabía cuál escoger, por lo que pensé que, si las ponía todas en práctica, el futuro año debería de ser genial. Comencé los preparativos.
A las 23:55 del 31 de diciembre tenía todo listo: doce uvas en una mano, en la otra una copa de vino espumoso de marca blanca con un anillo comprado en un bazar chino, un tanga rojo —también del bazar— vuelto del revés y que me apretaba los huevos a muerte, un puñado de lentejas crudas en el bolsillo, un bote de lentejas con chorizo abierto y preparado, monedas de un céntimo en los zapatos, que me atormentaban los juanetes, la rama de muérdago…
Sonaron las doce campanadas. Deglutí las uvas como si me fuera la vida en ello. De postre tomé dos cucharadas de lentejas, que debían de estar caducadas y sabían rancio. Bebí el sucedáneo de champán de un trago y casi me atraganto con el puto anillo. Me besé a mi mismo en un espejo bajo el muérdago. Olvidé qué había que hacer con las jodidas lentejas de los bolsillos y, cuando me quité los zapatos porque no podía aguantar más, las malditas monedas rodaron debajo del sofá.
Jadeante esperé a que sonase la última campanada. Entonces sucedió. El universo detuvo su expansión y comenzó a encogerse. La entropía y el tiempo se invirtieron. Vomité las uvas, las lentejas y el falso cava. Me calcé los zapatos con monedas en el interior, mientras las estúpidas lentejas crudas continuaban en mi bolsillo y el tanga seguía apretándome los cojones.
Los ritos supersticiosos funcionaron. Vale, quizás me pasé un poco. Tal vez hubiera de haber elegido solo uno de ellos. Pero no hay mal que por bien no venga, me toca vivir de nuevo el 2012, pero al revés. Lo bueno es que mi sueldo aumentará. Los impuestos bajarán, así como los recibos de la luz y el agua. Y ya veré lo que hago el próximo uno de enero. Lo mismo lo dejo así hasta que lleguemos a 1980.
Sobre el autor:
José Vicente Ortuño
José Vicente Ortuño
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