lunes, 7 de septiembre de 2015

La Paula - Ana María Caillet Bois


Cuando la Paula se dio cuenta de que le había llegado la hora fue a la iglesia, le pidió perdón a Dios bajo juramento, y  se tiró del campanario.
—¿Adónde irá  ahora la Paula que le vendió el alma al diablo? —dijo la Sara, y agregó—: siempre fue una descarriada.
—Hay que buscar el cuerpo —dijo el cura párroco.
—Yo la vi volar —dijo un niño que estaba en la calle.
—No —dijeron las mujeres que estaban tejiendo acolchados para los pobres—, la Paula  cayó en la arboleda que está detrás de la iglesia.
—Hay que buscarla —hablaron todos a coro..
—Formemos patrullas —dijo don Braulio, el viudo, que recién se enteraba de lo sucedido.
Se formaron las patrullas; el pueblo entero buscó en los techos, la copa de los árboles y todo lugar que pudiesen registrar, pero el cuerpo de la Paula se había esfumado.
La Paula, vivita y coleando, sentada en un cumulonimbus, una nube típica de tormenta, miraba a todo el pueblo que, convulsionado, seguía buscándola.
—Es imposible saltar —pensó la Paula y muy acongojada se preparó para ver su propio velorio.
Don Braulio y las hijas, cansados de buscar y de tanta habladuría, fueron a la funeraria y pusieron punto final al asunto.
—Preparen todo, se vela a cajón cerrado —dijo cortante el marido, tal vez viudo, don Braulio.
La casa velatoria estaba repleta de gente cuando la hija de la Sara comenzó a llorar con tanta angustia que contagió a los presentes, y también a la Paula que desde su nube miraba todo lo que ocurría y nunca pensó que la hija de la Sara la quisiera tanto.
Justo cuando partían para el camposanto se desató una tormenta tremenda, la lluvia levantó un muro transparente a través del cual era como si las personas se disolviesen y un viento arrollador arrastraba todo a su paso. La nube sobre la que estaba la Paula se deshizo en millones de gotas y ella se precipitó desde cinco mil metros de altura, quedando al lado del féretro, esta vez bien muerta. 
Enorme fue la sorpresa de los deudos, pero ahora la cosa tenía el color (negro) de los servicios fúnebres que todos conocemos. El cortejo salió de la cochería, y como en el pueblo de la Paula el cementerio queda a pocos metros de cualquier parte, los familiares y vecinos decidieron cargar el ataúd sobre los hombros, bajo la lluvia que arreciaba. Pero lo hicieron con tan poca fortuna que todos empezaron a resbalar y cayeron de bruces sobre el lodo. La confusión y el susto, al verse atrapados por esa masa achocolatada y pegajosa, produjo que varios fueran víctimas de ataques cardíacos. Otras personas, en su afán de socorrer a los caídos, se fueron enterrando más y más en el fango y desaparecieron de la superficie de la tierra. No hubo una sola familia que no experimentara la pérdida de uno, dos o más parientes. ¡Un verdadero cataclismo! Los pocos habitantes que quedaron vivos, al contemplar la magnitud de la catástrofe, no soportaron tanto dolor y se fueron muriendo uno a uno. 
Cuando la tormenta pasó, la única persona viva del pueblo era el cura párroco quien, desde el campanario, repetía la historia de la desaparición y caída de la Paula, y narraba entre sollozos la trágica muerte de toda la gente del pueblo. Nadie hubiera creído semejante cuento. Pero por suerte no había nadie escuchádolo.

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