jueves, 17 de agosto de 2017

De Soros y Piguy - Ada Inés Lerner


Ya inmersos en una infinita noche puedo ver claramente a través de un poderoso ojo de buey el planeta Soros. Debido a la tecnología de avanzada que despliegan los sorenses, el viaje por el espacio fue placentero. Los sorenses tienen la estructura molecular de un androide. Al entrar en su galaxia me deslumbran una multitud de estrellas rojas y doradas que luego desaparecen cuando cruzan a intervalos regulares cuatro soles en un cielo muy claro casi transparente. Alcanzo a percibir que temen problemas con el asorizaje.
Lo primero que identifico es la vegetación profusa en forma de pirámides invertidas de diferentes tamaños. Los sorenses viven en ellas. No sólo son pintorescas sino cálidas y confortables, ubicadas en pequeñas parcelas de tamaño regular y con diagonales amplias que cruzan el planeta sin solución de continuidad. Desde el espacio semejan un damero gracioso y de prolijo diseño.
La nave envía señales lumínicas y desde alguna base responden. Ahora sí llegamos. La vegetación se confunde con el paisaje urbano dándole un extraño aspecto geométrico. Me alojan en la vivienda del zepel Jon, algo alejada del conglomerado popular como corresponde a un funcionario de su categoría. No me es difícil comunicarme con él, dado el lenguaje de sonidos corporales muy agradables y persua-sivos que facilita el entendimiento.
El zepel Jon resulta un anfitrión refinado y amistoso. Parece vivir solo, no me resulta extraño teniendo en cuenta los viajes prolongados a que lo obliga su profesión. Durante mi estancia se entrevis-ta varias veces a solas con un joven pero no puedo afirmar que haya sido sólo visitas de trabajo. De hecho, durante el transcurso de las mismas, Jon cuida que yo no esté presente.
Jon me invita a conocer Piguy, el planeta vecino.
-Los piguyens son androides -me aclara- son de inteligencia mediocre y alcanzan la altura del vuelo intelectual de un gallo. Pero siempre son seguros. Resulta cómodo tratar con ellos aunque resultan pedantes. -¡Soy un piguyen!, dicen- Jon se ríe. Está bromeando, aunque se muestra algo impiadoso.
Parece ser que por razones políticas que me son desconocidas todavía, los piguyens son influyentes en estas galaxias. Como un aporte al estudio del comportamiento social de estas etnias prácticamente desconocidas debo decir que he sido mejor recibido que por mis futuros suegros en mi primer visita. No les gustan los judíos. Me refiero a mis padres políticos. Los piguyens, por ejemplo, no profesan ninguna religión conocida o desconocida para mí. ¿Será por eso que son aplomados, impertérritos?
Los piguyens viven todos juntos en las habitaciones que les sirven de refugio sin vínculos paren-tales que los condicionen. Sólo le dan importancia a las organizaciones políticas. En cambio, los soren-ses habitan en comunidades sin organización nuclear.
En el viaje de regreso Jon me explica que a medida que un piguyen va llegando a una edad adul-ta tiene además responsabilidades consigo mismo y la comunidad. Mientras Jon cumple con las tareas que lo han llevado a Piguy, el zeltofen Lipsis, un piguyen demasiado amable, me sugiere que perma-nezca en su casa no me agrada demasiado pero no puedo arriesgar una negativa. Luego partiremos hacia Soros.
La apariencia física de sorenses y piguyens no es similar a la nuestra. Sus ojos, al costado de la cabeza en forma de pez, no tienen pestañas y su cuerpo está recubierto de una (en apariencia débil) co-raza, que los protege de sus enemigos y de los cambios climáticos de la atmósfera que recorren en los viajes interplanetarios. No tienen pelos, en realidad no los necesitan. Se deslizan sobre luces pequeñas que genera la energía propia de cada ser, lo que les da un andar suave, ligero y elegante, como una me-dusa en el agua. No he visto enfermos. No les ocupa la vejez ni la muerte. Para tranquilidad de mi men-talidad terrestre supongo que en algún momento deben morir. Es un tema sobre el que prefiero callar.
Al parecer se dedican seguido a las relaciones amorosas aunque no he visto parejas.
El sistema político en los dos planetas parece regido por normas no registradas gráficamente, que todos respetan. Su economía tiene principios tribales.
Los sorenses me aprecian. Recibo numerosas muestras de afecto (a veces es demasiado, creo que lo confunden con el sexo). Por ejemplo: hoy me llevaron a una de sus ceremonias gastronómicas en casa de Mos. Me alimentan; es curioso, pero desde que inicié esta visita, no he sentido hambre.
Los sorenses son hermafroditas. Supongo que los piguyens también. Pero no me animo a preguntar. En la reunión escucho a Mos invitar a copular a un joven como parte natural de la tertulia. Se niega y Mos lo amenaza y golpea. El resto de los invitados no interviene. Mos, con el rostro descompuesto por la ira me arrincona con las mismas intenciones. Me niego aduciendo un fuerte dolor de cabeza. Noto signos de haberlo ofendido, se muestra muy molesto pero soy extranjero y se contiene. Reconozco que aún conservo mis prejuicios, mamados en la más tierna infancia. Además, con mucha vergüenza debo confesar que no puedo evitar la repulsión al verlos desovar después de cada coito.
Un par de días después me entero que el joven apareció descabezado. Debe hacer un par de se-manas que estoy en Soros; me ha bastado para comprobar que los sorenses son fanáticos del pensa-miento filosófico y el amor libre; entre otras cosas, practican juegos de esgrima; se reúnen para disfrutar del alba y el crepúsculo de cada uno de sus soles. Se trabaja con la educación de las larvas ovíparas.
Los sorenses intentan integrarme a toda costa. Mos y otros están insistiendo con sus muestras de acercamiento erótico, temo por mi vida. He decidido abordar la primera nave que regrese a la Tierra. Soldado que huye sirve para otra guerra.

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