Hoy peleó la última batalla de su vida.
Se encontraba en el sótano de la casona.
Sobre la gran mesa en la que estaba maquetado el escenario del Some, uno de sus preferidos, esperaba su ejército: a la derecha, el Tercer y el Cuarto cuerpos ―doscientos cincuenta soldados de infantería y cinco piezas de artillería―. A la izquierda: el Primero y el Segundo ―trescientos soldados y ocho cañones―. Al centro, los ochenta integrantes de la Guardia Imperial y los ciento cincuenta combatientes del Sexto Cuerpo de caballería. Atrás, el Quinto de infantería, el Séptimo de Caballería y la Novena Guarnición de Artillería, con veintitrés cañones.
El Mariscal Zamudio vestía sus ropas de combate y cargaba todas sus medallas. Estaba reclinado, con sus nudillos apoyados en la mesa y los ojos cerrados. Todo estaba en silencio.
El viejo Winco carraspeó. En él giraba «La cabalgata de las Valquirias», del amado Wagner; en la versión de Furtwängler, de mil novecientos cincuenta. Apenas sonaron los chelos y tremolaron las maderas, el Mariscal habló:
―¡Soldados! ¡La hora del combate ha llegado! ¡Ustedes van a completar la obra más grande que el Supremo ha encomendado a los hombres: la de salvarnos de la esclavitud! ¡El día es hoy! No mañana, ni la semana próxima ¡Aquí y ahora! ¡En nuestra casa, en nuestro hogar!
Sobre la lluvia del disco, ascendió la escala de vientos y las cuerdas otorgaron una intensidad marcial. Fue como si se descorriese un manto de nubes, dejando ver a las Valquirias.
―Camaradas de armas: ¡Somos invencibles! ¡Nadie nos negará, nadie nos desafiará, y nadie nos dirá quiénes somos, qué somos y qué podemos ser! ¡La derrota no está en nuestro credo! ¡La debilidad no está en nuestro corazón! ¡Tenemos agallas, tenemos huevos! ¡No hay cobardes entre nosotros!
Fagots, trompas, y chelos dieron paso al piano que creció hasta llegar al forte. Las Valquirias montaron sus caballos y galoparon hasta donde estaba el ejército. La progresión armónica tiñó el aire de misterio.
―Compañeros míos: ¡El enemigo que vamos a destruir, se jacta de treinta años de triunfos, de haber vivido apretando nuestras cabezas con su bota, pero no es digno de medir sus armas con las nuestras, que han brillado en mil combates! ¡El final de este día nos verá con nuestras espadas ensangrentadas o en la gloria de Dios!
La tonalidad cambió y se hizo más triunfalista. Las Valquirias celebraban y cantaban juntas.
―Hermanos del alma: Subiendo esa escalera está el enemigo. ¡Carguemos contra él! ¡Derramemos su sangre! ¡Arranquémosle las entrañas y usémoslas para engrasar nuestras armas! ¡La Libertad será hija de ustedes!
La música era impresionante. Todas las maderas hacían el trémolo, los fagots, las trompas y los chelos llevaban el ritmo de la cabalgata; las trompetas, los trombones y los contrabajos tocaban la melodía, con el acento marcado por los platos. Violines y violas dibujaban el ruido de los cascos de los caballos.
―¡Soldados!: ¡Estoy orgulloso de comandarlos en esta lucha! ¡Mío es el honor de llevarlos al campo de batalla! ¡Conquistaremos aquello que no se ha conquistado! ¡Viva nuestra lucha! Octavo Ejército: ¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores! ¡A la carga!»
La espectacular escala descendente de las cuerdas acompañó el grito de las Valquirias. Los ojos de algunas de ellas estaban llenos de lágrimas. El resto, contuvo la respiración cuando el viejo héroe, blandiendo su sable, subió la escalera de tres en tres escalones.
El Mariscal Zamudio perdió su última batalla.
―¡Ah! ¡Ahí está el señor jugando a los soldaditos! ―dijo su esposa apenas Zamudio apareció en la cocina, con el sable en alto― ¡Dejá esa cosa antes de que te lastimes! ¿Dónde estabas? ¿Con tu glorioso ejército? ¡Hace dos horas que te llamé! ¡Andá a lavar esos platos!
El Mariscal bajó la cabeza, dejó la espada, se calzó los guantes de goma ―aún vestido de combate y con todas sus medallas en el pecho―, abrió el agua caliente, tomó la esponja, le puso un chorrito de detergente y tomó el primer cacharro sucio. Mientras, su mujer miraba la novela.
Las Valquirias desaparecieron, silbando bajito, apenas el brazo del Winco llegó al final del disco y el automatismo lo llevó a la posición de reposo.
El Octavo Ejército de soldaditos de plomo ni siquiera se movió de la mesa.
Acerca del autor: Daniel Frini
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