León el Grande, Pontifex Maximus, va al encuentro vestido con toda la gala y magnificiencia de la que es capaz. A un paso lo sigue el consul Avenius; y, detrás de él, los prefectos Trigecio y Aluano. Sostiene fuerte, en su mano derecho, el cayado de pastor de la cristiandad, todo de oro con incrustaciones de las más extrañas gemas.
A León le dijeron que la pompa de Roma asusta a los bárbaros, que Atila es supersticioso, que tiene un enorme respeto por las personas que llevan nombres de animales y que, si bien no le importan los romanos, sí lo aterroriza la cólera de su dios crucificado.
Pero el Papa sabe que el rey de los hunos no siente respeto por ningún nombre, y tampoco tiene el menor interés en el dios romano. A Atila solo le importa poner de rodillas a la ciudad arrogante. En cambio, a León le tiene sin cuidado lo que el bárbaro le pueda hacer a la Ciudad Eterna. Para él, sus verdaderos enemigos están en Oriente, se llaman Nestorio y Eutiques, y se empeñan en discrepar con los dogmas y en tergiversar la doctrina de Pedro, que habla a través de la voz del Papa. Por esa razón le exigió al emperador Valentiniano que los elimine de la Creación en lugar de pedirle que estacione a las legiones en las afueras de Roma, para defenderla de las hordas del Norte. Sabe, también, que es Valentiniano quien debería estar allí en su lugar; en vez de haber huído a esconderse tras las murallas de Rávena para escaper del saqueo; y que, si él tiene éxito, será la primera vez que el poder espiritual de la Iglesia se imponga donde falló la autoridad temporal del Emperador de Occidente.
Atila, tanjou de todos los pueblos del norte y del este, martillo del mundo, está montado en su caballo. Lleva el torso desnudo y lleno de tatuajes color azul oscuro; el cabello largo y suelto; unos aros grandes, de oro; y unos brazaletes de plata que ciñen sus biceps. Está erguido sobre su montura, con su espada ―quitada a un general romano; y que, le gusta hacer creer, es la espada de Dios, y prometida para vencer en todas las batallas― desenvainada y cruzada sobre la grupa del animal. Siente curiosidad por conocer al representante en la Tierra del dios de los romanos. Su Mirada es adusta y terrible.
Detrás de él, están los ocho elegidos y su general Chanat.
Avanza para reclamar los territorios que hace unos años fueron de Alarico; y a Honoria, Hermana de Valentiniano, que le fuera prometida en matrimonio, que es otra manera de reclamar el Imperio. A su pueblo le cuesta moverse de un lugar a otro arrastrando tamaña cantidad de carros llenos de tesoros. A veces, se pregunta: «¿Para qué más?»; pero la sed de Gloria puede más.
A León le dijeron que ese, que puede hacer que Roma se extinga, es muy educado, habla gótico, varias lenguas de los pueblos del norte, griego y, por supuesto, latín. Entonces dice, con corrección académica:
―¿Qué acelga, morocho?
Atila contesta, también en latín, aunque con acento de Panonia:
―¿Cómo andamio, cuervo?
―¿Así que andás con ganas de zamparte Roma?
―Ajá.
―¿Y se podría saber el porqué?
―Mayormente, porque la Honoria quiere que me case con ella. Hasta una carta me mandó. Me ruega que la salve, porque el hermano quiere casarla con un tal Baso; que parece que es medio carcamán. Y un anillo de ella, también me mandó. Mirá ―dice Atila, levantando el anular de la mano izquierda.
―Ah ―observa el Papa ―. Pero si la Honoria no está en Roma. Se fue con el hermano a la Galia.
―¡Notepuócreé!
―Se.
―¡Pero si me dijo que me esperaba allá! ―dice Atila, señalando al sur.
―Pero se fue con el hermano para allá ―dice León, señalando al norte.
―¡Entonces voy igual y me llevo todo lo que tenga valor! ¡Oro, plata, piedras preciosas!
―Piedras, ladrillos, botellas, ánforas pinchadas, pilas de madera para leña…
―¿Ah?
―Que no queda nada de valor en Roma. Alarico se llevó todo hace unos años.
―¡Los tomaré a todos como esclavos!
―¿Y a quién le vas a vender tullidos, desnutridos y viejos desdentados?
―Pero…
―Cualquiera que tenga capacidad de trabajar, hace rato que se fue de la ciudad. Andan por Galia, Lusitania, Alejandría o Constantinopla. Ahí no queda ninguno que sirva.
―¡No jodas!
―En serio. Roma está vacía.
―¡Ja! ¡Al menos, llevaré a mis hombres para que disfruten de las mujeres! ¡Los lupanares de Roma son famosos desde el Mar del Oeste hasta los confines de Asia!
―Eso era antes.
―¿Cómo antes?
―Se. Antes todo era una joda. Pero te hablo de la época de mis tatarabuelos. Desde que llegó éste ―dijo el Papa, levantando su cayado para que se viese la cruz― se puso jodida la cosa. Ahora todos son santos, y el ultimo quilombo cerró hace como cien años.
―¡Nuuuuuu! ¡Pero entonces…! ¡Es un embole!
―Satamente.
―¡Naaa! ¡Si mandé mis espías y me dijeron que es una ciudad fantástica!
―Fantasma. Una ciudad fantasma.
―¡Mirá vo!
―Se.
―¡Pero me imaginaba otra cosa!
―Vos sos un tipo culto ¿no?
―Algo.
―¿Oíste hablar del cielo y el infierno que tenemos nosotros los cristianos?
―Clá.
―Pensá en el infierno. ¿Quiénes van allá? Asesinos, violentos, malvados, taúres, ladrones y ―León hace una pausa para generar suspenso ―…promiscuos, prostitutas, mujeres livianas, mujeres infieles, ninfómanas. Ahora, pensá en el cielo. ¿Quiénes van allá? Santas y vírgenes. Y decime: ¿dónde hay sexo, orgías, vino, hidromiel y partusas? ¿En el cielo o en el infierno?
―Calculo que en el infierno.
―Ahí tenés.
―Ahí tenés ¿qué?
―Roma es el cielo.
―¿Ah?
―¡La pelota que sos lerdo! Roma es la sede de ¿quién? Del sucesor de Pedro, que vengo a ser yo. O sea que yo soy ¿quién? El representante de Jesucristo en la Tierra. Y yo tengo las llaves de ¿qué? Del cielo, claro. Yo vivo en Roma, por lo tanto ¡Los que están ahí van a ir todos al cielo! ¿Entendés?
―¡Ahora! O sea ¿nada de putas?
―Nada.
―¿Nada de orgías?
―Nada.
―¿Nada de sexo?
―Nada.
―¿Nada de bacanales?
―Nada de nada.
―¡Dejate de joder!
―¿Te das cuenta de la cruz que me toca cargar?
―¡Te compadezco!
―Es lo que se dice un sacerdocio.
―¿Y dónde queda el infierno? ―pregunta Atila.
―Por allá ―dice el Papa, señalando el Noreste.
Atila hace una larga pausa, mirando sin pestañear a León, a quien un sudor frío le perla la frente. En ese momento exacto se juega el destino del Imperio de Occidente y la superioridad de la Iglesia sobre los poderes terrenos.
Atila tira las riendas de su caballo, que gira sobre sus patas. Se dirige a sus hombres y les dice
―Vamos.
Roma se ha salvado.