Observo el teléfono. Está quieto,
no vibra ni serpentea por la superficie de la mesita de café. Lo presiento
fiera al acecho, aguardando el desafortunado aleteo de una mala noticia
demasiado cerca de sus fauces para atraparla, y luego arrojarla a mis pies:
Tomá, acá te traje la llamada del adiós, el reclamo por facturas impagas, la
velada sugerencia de tu médico para que pases por su consultorio...
Nos medimos como enemigos
naturales, separados por una desolada planicie de vidrio y caña; dos feroces
antagonistas que, pese a las circunstancias, se necesitan el uno a otro.
Cae la tarde en el silencioso
living de mi casa, panteón donde reposan los reproches y las oportunidades
perdidas. Me hundo cada vez más en el sillón bajo el peso de la feroz vigilia,
pero no puedo bajar la guardia; no con mi adversario siguiendo cada movimiento
que esbozo, cada gesto, cada mirada. Es una guerra de nervios, tensa campaña de
desgaste cuyo final tal vez no llegue a ver.
Tiembla la bestia, de miedo o de
vergüenza, me figuro; pero no: está vibrando, como si algún dios fastidiado
sacudiera su negra y hedionda caparazón tratando de que cese de una buena vez
esta fatua demostración de poderío entre un mortal y su creación, inútil pugna
de voluntades que tanto altera el orden cósmico.
Desgarra el aire el clarín de
guerra de la caballería al rescate: la voz de Vanina en el contestador anuncia
el fin de las hostilidades. Me espera a las cinco para tomar el te, y todo
vuelve a cobrar sentido para mí. La comunicación se corta después de haber
anidado en el regazo de su ansioso destinatario. Una vez más, Mercurio se ha
impuesto sobre Marte.
Caballeroso al fin, me acerco
respetuoso al cuerpo del vencido para cerrar sus ojos y encerrarlo en su rígido
estuche, que luego portaré en el cinto como bárbaro recordatorio de mi triunfo.
Y más tarde, cuando mis labios
saboreen las ansiadas manzanas de Venus, no pensaré más en él, en su infausta
figura, en su ingrata dependencia que, con infantil regocijo de titán
despechado, hunde mi espíritu en las abominables negruras del Hades.
Porque esta noche, la pongo.
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