domingo, 30 de agosto de 2015

La medicina es una ciencia exacta - Daniel Frini


Desde hacía tiempo, en los clasificados barriales se presentaba como Tupaq Qhawana, y decía ser jampiri del pueblo kolla, venido del Tawantinsuyö y de los ayllus altoandinos, inspirado por Tayta Inti y Mama Killa; pregonaba que era capaz de traer y amarrar al ser querido, hacer florecer un negocio, leer las hojas de kuka esparciéndolas sobre un haguayo y adivinar el humo del cigarro; revelaba que era depositario de los willka unanchakuna legados por Manco Kápac, el Intichuri; que hacía videncia pendular y curaba daños, hechizos y maleficios; se declaraba conocedor del kausay -que le fuera revelado en un kamakuy de Wiraqocha y Pachakamaq juntos-; heredero del lliupacha-yuyaychay, la cosmovisión de los kollas sólo entendible en runa šimi y sin traducción posible en kastilla šimi. 
Aclaraba, por si hiciese falta, que los materiales estaban incluidos en el precio de todos sus trabajos.
Su consultorio era una habitación de paredes descascaradas, alquilada a una familia boliviana, a pocas cuadras del centro de Laferrere; y en la puerta había colocado una plaqueta de bronce en la que se leía “Tupaq Qhawana  jampiri inka-curandero”.
Atendía con un disfraz más próximo a una arapahoe de las praderas  norteamericanas que a un willka incaico. Recibía a sus pacientes con el saludo ritual.
—Ama quella, ama suwa, ama llulla, ama hap’a. 
Al que ellos respondían con una mezcla borrosa de oraciones cristianas.
—… y con tu espíritu.
—… por mi gran culpa.
—... sin pecado conseguida.
En realidad, había hecho dos años de la licenciatura en astrofísica en la Universidad Nacional de La Plata. 
Cierta vez oyó de alguien que curaba con numerología, y decidió ir más allá, aplicando una mezcla extraña de yachay quichua y análisis matemático.
La primera en quien probó el nuevo método fue Ña Ángela, que estaba peleada con su aparejado y no podía con su problema ella sola. Estaba convencida que de pura envidia le habían hecho una saladura; y fue a ver a Tupaq Qhawana para que le haga una limpia. 
Previos ritos de purificación, el jampiri le dijoV
—El mal es una abstracción, Ña Ángela, como los números —uno ve una manzana al lado de otra e inmediatamente asocia “dos”— y siendo así, nos podemos valer de los recursos de la matemática para entender al mal. Por ejemplo, la Pachamama me muestra que usted tiene problemas de hígado; y llego a eso partiendo de un khipu kolla, que representa una ecuación binómica indeterminada de tercer grado a la que podemos aplicar la integral segunda de Riemann-Stieltjes, por ser una serie infinita recursiva sujeta al cálculo de variaciones de Lagrange; y puedo decirle que el resultado, en el campo de los reales, es uno solo: su marido. Me lo dice Amaru, va a tener que aplicarle determinantes. Tome esta chuspa, y vaya dándosela de a poquito.
El marido de Ña Ángela sufrió una apoplejía apenas una semana después.
La carátula de la causa penal dice: “Sosa, Anselmo s/ejercicio ilegal de las matemáticas”.

Acerca del autor:
Daniel Frini

Mal agüero - Cristina Chiesa


 

Tenía miedo esa noche, un miedo impreciso, neutro. Algo le molestaba, y no podía dormir. No supo en qué momento pero sintió que en la escalera se movía algo, un sonido sibilante, un arrastrase de un cuerpo, como si una sombra se estirara entre las sombras. Quiso abrir los ojos y no pudo. Porque el sueño era como una plancha metálica sobre su cabeza. Se agitó y manoteó a los costados como ahogada. ¿Qué era esto? ¿Era el sueño, era la realidad, era su grito, su jadeo? ¿O un algo que se transformaba en un escenario palpable, visible, algo que se arrastra, que sisea, que viene hacia ella en la penumbra gris de una madrugada que no se apura en clarear? Se incorporó en la cama, sudada, erizada. No había nada, sólo sombras, la puerta en su sitio, entornada. Cerró los ojos, inquieta. Y un peso leve en los pies. El gato seguramente. Pero no, con horror ve la cosa que trepa por la cama. Una cosa oscura, larga, pegajosa. La cosa repta hacia su cara, saca una lengua angosta y le roza la boca. De un manotazo la aparta, asqueada, pero los brazos le pesan, igual que los párpados y la cosa insiste, empuja sus labios, los abre y se mete en su garganta, ella tose, trata de escupir, pero el ente imperturbable sigue y baja y baja hasta sus tripas, se anuda, las revuelve, las muerde y el dolor estalla… y ella en una agonía roja, grita y grita.
Esa mañana, a las 7.30, el médico, con cara impersonal, le da el parte a la familia: sub oclusión intestinal, con complicación peritoneal, shock súbito. La paciente hablaba de una serpiente, y de una oscuridad en su delirio. No pudimos hacer nada. Lo sentimos mucho.

Acerca de la autora:

miércoles, 26 de agosto de 2015

Una viborita larga y finita - Fernando Andrés Puga



Entré sigilosa en el oscuro espacio húmedo, maloliente. Con el vientre frío sobre la áspera superficie de piedra de la cueva, deslicé mi ladina intención hasta envolver por completo el cuerpo apetitoso del pequeño animal lampiño que chillaba en el rincón, oculto en un cántaro de barro, tapado por un trapo sucio que apenas dejaba ver sus ojos brillantes aun en esa negra soledad. Apreté hasta apagarle la voz; luego dormí largamente.
Ya entra el sol por la hendija que se abre al precipicio. Después del largo silencio del invierno se acerca la hora de partir en busca de alimento, aunque no siento hambre. ¡Qué extraño! ¿Será por el sabroso recuerdo que sobrevive entre mis fauces? ¡Mmmm! Se me hace agua la boca. Saldré a dar un vistazo. Quizás me tope otra vez con tan irresistible bocado.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

Nunca debí volver - Ada Inés Lerner


Nunca debí volver. Fue una mala idea. Hoy pertenezco a la UAC Universal, soy bióloga espacial en sus laboratorios científicos y los viajes espaciales de investigación Saturno y Titán me han dejado en el alma y en el cuerpo algunas huellas. 
No previne que en mi pueblo y en el planeta el éxodo había cambiado todo a los saltos, para peor. Que el lugar de la calesita de mi infancia lo suplantó el silencio y muchos, demasiados, son baldíos marcados por la basura que cae de los satélites artificiales. 
Los cómplices de mi adolescencia se han ido ¡vaya una a saber adónde! y ni las paredes de sus casas no han quedado en pie en el sitio en que yo había sido muy feliz: a pesar del entrenamiento en algún lugar guardo los recuerdos de mi infancia de pueblo. 
Las antiguas casas de la partera y la farmacia ya no están, Defensa Civil, casi inexistente, levantó un edificio profundo donde funciona un refugio y cada tanto una alarma llama a los sobrevivientes, antes de entrar los examinan con el láser y luego les dan un hogar de acero sin ventanas ni calor humano. 
Ayer yo no los conocía y hoy sé que están obsoletos aunque imprescindibles pero ¡tan cerca de mi escuela! donde todavía se enseña y se aprende, para una que ya sabe que por ahí no pasará el futuro y porque es difícil regresar donde las viejas ilusiones ya no crecen como la enamorada del muro. 
No, nada dura para siempre. Al pasar por esos lugares eché de menos a alguien que en su momento estuvo a mi lado y hoy se fue ¡quién sabe adónde! Acompañando a otra, que ni siquiera puedo odiar. 
Por si fuera poco aunque él regrese y no me reconozca será porque él tampoco es el mismo. 
Y es posible que lo peor de tal visita sea que pasé por el viejo y ruinoso bar, el único que quedó mostrando la piel ajada de una necesidad humana del vicio y me reconozca “el malo de la historia” y me vuelva a decir con la misma voz burlona. 
—Hola Raquelita, pero si sos vos, vos, aquella creída ¿Querés ver mi “farmacia”?

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

La vida breve - Abel Maas


Decidí trabajar por las madrugadas, al menos esta madrugada, en la cama, como hacía Onetti pero sin pijama; debo terminar el puto libro de las risitas, de las monerías, de las agachadas, pero me distraigo, como ahora; le cambié como quince veces el final, no me gusta ninguno, son todos medio llorones, medio onanistas, puede que se llame “Final con Paja”, a Onetti tal vez le gustaría, a Fogwill seguro, los dos están muertos, pero lo publicaré virtual, basta de papeles que terminan pudriéndose. Con la foto de cuando era chiquito los voy a hacer mierda a todos, se les va a acabar la joda de la biblioteca detrás o los anteojos en la mano y el ceño fruncido, todos los escritores se sacan la misma foto, salvo que la saque Grossman que te sienta en el Británico junto al mozo; Aguirre me hubiera sentado en el Petit Café; a mí no me agarran, saldrá con seudónimo, Yoquenún Caflogé, que habla de mí, nombre de cacique tehuelche. Trataré de dormir; mañana quiero estar en la puerta de Coto cuando abren. Para mí que todos los escritores son putos.

Acerca del autor:

sábado, 22 de agosto de 2015

Accidente pictórico – Sergio Gaut vel Hartman


Era el único ladrón de cuadros auténtico, el único verdadero, capaz de meterse en las grandes obras para robar faisanes, mandolinas, cartas y hasta sonrisas. Lo malo es que pocas veces encontraba cosas valiosas y demasiadas se perdía en los desconcertantes paisajes de los cuadros de Dalí o Van Gogh, cuando no quedaba enganchado en las aristas de los Picassos o los Duchamps. Sin embargo, lo peor de todo ocurrió el día en que se le dio por meterse en un Kandinsky. Convertido en un punto sobre el plano, fue perseguido por una jauría de triángulos y rombos que le dieron alcance y lo devoraron sin piedad.

Acerca del autor:

Periferias - Paula Duncan


Sentada mirando la TV, sin verla demasiado, solo utilizando el tiempo muerto entre una cosa y otra, y en mi eterna costumbre de mirar periferias y no centros, descubro que la puerta ventana que da al patio, donde ya duermen mis duendes con zapatillas de cascabeles, se ha convertido en un espejo, y al tener reflejo veo que el espacio se ha desdoblado, y ahora tengo dos estancias casi iguales: una en la que estoy yo con mesa sillas y los gatos durmiendo amuchados por la fresca brisa nocturna, y otra, con mesa sillas y otro ordenamiento espacial, donde yo no estoy; todo esto ha conseguido ponerme en un estado ideal de no-normalidad. 
¡Por fin! estaba entrando en un estado demasiado real de invisibilidad, ahora puedo salir a pasear por planos paralelos con la seguridad en mi mirada y disfrutando. 

Acerca de la autora:
Paula Duncan

A medida que las mariposas cambian su color - Héctor Ranea


Me doy cuenta de que me miran raro en la banda. Orino donde nadie más lo hace, me separo poco después de comer e, incluso de noche, camino más para hacer mis necesidades a pesar de las consecuencias de irme lejos. Me mira atravesado el jefe joven, no le gusta, le preocupa. Los laderos se ponen siempre de su lado pero a mí me respetan tanto que no quieren seguirme para saber dónde orino y el jefe no logra ni con sus peores gritos que lo obedezcan. Lo sé. Hace meses que orino con sangre y sé que nos siguen los carniceros, de modo que entiendo el riesgo en el que pongo a la banda. Pronto me iré. Días atrás el joven jefe me detuvo y me di cuenta de que olía mi cuerpo. Sospecha fuerte de mí, soy su tema de conversación con toda la banda, soy su tema en las pesadillas que tiene después de acoplarse a la jefa joven. Soy su tema con ella. Pero ella es mi hija y me tiene que preservar. Por eso yo agradecido voy a otro lado a orinar, para que los perros no nos encuentren tan fácilmente. Todavía tengo que enseñarle al hijo de mi hija el final del último libro: El Lobo Estepario, de Hermann Hesse. Para el resto deberá bastarse por sí mismo.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

martes, 18 de agosto de 2015

Villa Rica de Oropesa - Adriana Alarco


La historia de tu familia, querida Josefina, está plagada de mujeres que causaron temblores y terremotos entre los pobladores de las primeras ciudades andinas fundadas en el siglo XVI. Hasta Villa Rica de Oropesa llegaron tus antepasados, luego de viajar en carabelas, en ferrocarril, a caballo y en camión hasta los recónditos valles perdidos donde llegaban los mineros en busca de fortuna, si encontraban minerales que los cubrieran de oro y plata.
Tu bisabuela murió en olor de santidad. En vida pasaba el tiempo bordando vientos, tejiendo atardeceres, acompañando sacerdotes, seminaristas y misioneros y pintando crucifijos mientras rezaba con fervor, “Señor, danos hoy nuestro orgasmo cuotidiano y líbranos así de toda tentación, amén”.
Su abuela, en cambio, tu tatarabuela, estudió las hierbas, preparó tisanas, recogió bayas, cortezas, raíces y semillas para formar pomadas y ungüentos con el fin de sanar lisiados y accidentados en las minas. Fue partera, curandera, compañera y vio nacer a casi todos los niños del pueblo. Hasta que llegó la Inquisición y fue quemada por bruja en una hoguera.

Acerca de la autora:
Adriana Alarco de Zadra

Ganas de joder a las estatuas - Daniel Frini


Hoy me puse los ojos de usar zapatos rojos y llovía. Salí, desnudo, a la calle que olía a números imaginarios. Mis brazos comenzaron a susurrar una melodía color sepia, muy parecida a un viejo blues que cantaba Trixie Smith. Quise llorar, solo por hacer algo distinto, pero no.
Caminé siguiendo planos de tesoros sin el menor asomo de letras equis; esquivando dragones chinos y unicornios montados en pelo por gendarmes con gorros frigios y camaleones invisibles sobre los hombros. Algunos empleados de la ciudad estaban sacando lunas gastadas de los faroles, y guardándolas en cajitas de madera, primorosas, para futuros trasplantes.
Dos milenios después habían pasado diez minutos y llegué a la farmacia por designio de los dioses o por la más solitaria casualidad. Quién sabe.
Entré. El farmacéutico, boticario de la vieja escuela, me miró de arriba abajo con sus anteojos para leer inglés antiguo.
«Consiga aquí nuestras píldoras para ser más alto», decía el aviso ―«píldoras», decía, y no «pastillas»―, «píldoras para ser un guerrero bantú, para tener pelos en la lengua, para ser chueco, para derrotar al enemigo, para que perdonen nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para ser pelado, para bailar sobre el puente de Avignon, para adivinar el futuro en las entrañas del café, para escuchar cómo crece el maíz en las tardes nevadas de otoño».
—Caramba —me dije―. Y aspirina. Una simple aspirina, ¿tiene?
Tenía. Y también tenía agua.
La tomé y miré al cartel, otra vez. «Pastillas para la acidez estomacal», decía.
Volví a la calle y seguí caminando por un día soleado, completamente chato.

Acerca del autor:
Daniel Frini

viernes, 14 de agosto de 2015

Letra chica - Lucila Adela Guzmán


Y aunque las letras fuesen casi ilegibles, la imagen de aquella sensual morena tras la vidriera parecía invitarlo a juguetear hasta el incendio. El guiño en uno de sus hermosos ojos rasgados y el despampanante cuerpo de la mujer lo habían cegado, acaparando su mente de comprador compulsivo. En cuanto logró juntar el dinero la compró para llevársela a casa.
Abrió el sobre y siguió las instrucciones del prospecto. Salvo por la tez morena y el detalle en uno de sus ojos, siempre el mismo, que parecía estar eternamente atascado en el guiño, la mujer que dormía en su cama no se parecía en nada a la imagen que se hallaba impresa en el sobre.
La voluptuosa delantera que ostentaba la figura no existía y el hombre se sintió un tonto al comprender que quizás a eso se refería el vendedor cuando le explicó que el polvo era para concebir a una mujer sintética. Lo peor fue encontrarse con que la hembra venía con accesorios que no correspondían con el género femenino.
El hombre llamó furioso al 0800 para hacer la denuncia en la oficina de defensa al consumidor pero nada logró, salvo darse cuenta de que la letra chica siempre encierra una advertencia. Buscó el sobrecito que contenía el polvo y con una lupa leyó las diminutas letras:
“La imagen es sólo a modo de referencia, el resultado del producto puede variar”
“La selección de los accesorios es aleatoria”
“Una vez abierto el sobre, no se aceptarán reclamos”

Acerca de la autora: 

¿Dónde va sin documentos? - Daniel Frini


¿Qué carajo hago yo ahora —un oficinista mediocre nacido en Bancalari— en un planeta perdido de la estrella Sadalsuud, en la constelación de Acuario, a seiscientos diez años luz de la Tierra; si estos rigelianos pelotudos mandaron mis valijas a Gamma Cassiopeia, en la otra puta punta de la galaxia? Y encima, adentro tenía el pasaporte.

Acerca del autor:
Daniel Frini

Estimados colegas, ¡hay extraterrestres! - Daniel Antokoletz


El doctor Lester se para frente al estrado y apoya sus manos sobre él. Sabe que va a estar varias horas frente a su auditorio y que necesitan su apoyo. Cinco años le llevó la investigación, y otro tanto conseguir que los científicos del Centro Internacional de Investigaciones le dieran una audiencia.
—Estimados colegas, luego de varios años de investigación —comenzó con su anuncio—, según los análisis de ADN que estuve analizando, he logrado demostrar, sin lugar a dudas, la existencia de seres extraterrestres viviendo entre nosotros. —Hace un silencio para dar dramatismo a su afirmación.
—Sabe nuestro reglamento. ¿Tiene las pruebas? —dice un científico anciano en primera fila—. ¿Las ha traído para que podamos comprobarlas?
—¡Por supuesto! —replica Lester señalando su notebook, un analizador de ADN portátil y una heladera criogénica—. Podemos realizar pruebas aquí mismo. Por ejemplo, podemos establecer un patrón con la sangre de uno de ustedes y compararlas con las que he obtenido de un espécimen que llegó a la morgue hace poco tiempo. 
El anciano se pone de pie. Se acerca al estrado dejando su brazo al descubierto.
Lester extrae un poco de sangre y la pone en el analizador. Mientras espera muestra sus estadísticas. En pocos minutos aparecen los datos en la pantalla. El científico se paraliza al observar los resultados.
El anciano chasquea sus dedos y, de la parte trasera del  anfiteatro, tres rayos convergen en los equipos de Lester, vaporizándolos.
—Pero… ¡Qué diab… —protesta el científico.
—Doctor Lester. No necesitamos que ningún listillo demuestre nuestra existencia —dice el anciano mientras se acerca quitándose el disfraz de humano—. Personalmente, sé que existo.

Acerca del autor:

lunes, 10 de agosto de 2015

Breve absurdo – Sergio Gaut vel Hartman


Me apasionan las conductas absurdas, hacer cosas que no pueden ser catalogadas o clasificadas. ¿Ejemplos? Tomar mate a orillas del lago Baikal, acompañado por una bella buratia llamada Samantha Romina García. O encontrarme en el colectivo con Alonso, mi compañero de banco de primer grado, reconocerlo, que me reconozca, y reírnos juntos de cuando le enseñé a comerse los mocos, porque él no sabía o creía que no le iba a gustar, de eso no me acuerdo. ¿Para qué sirve hacer cosas como esas? Para nada, por supuesto, esa es la gracia. Si sirvieran para algo no serían absurdas. Escribir cuentos absurdos no es absurdo, es lógico, natural, sencillo y estructurado. Pero lo que cuentan los cuentos absurdos es otra cosa. La cuestión es desnudar la realidad para demostrar que todo es ficción, que somos una ficción disfrazada de realidad, que nuestra vida no tiene sentido y que debe haber un manipulador que se divierte moviéndonos como marionetas, haciéndonos acumular conocimientos, tristezas, resentimientos y felicidades, sin control ni propósito, solo para que todo eso se pierda para siempre en el momento de la muerte. ¿Podemos evitarlo? ¡No! ¿Y para qué escribimos, entonces? La más cruda verdad testimonial o la fantasía más delirante son nada, o casi nada, apenas muescas diminutas en la trama de la eternidad. ¿Para qué escribimos?, repito. La respuesta es simple: para vengarnos, en los pobres personajes, de las iniquidades que comete contra nosotros el que escribe el argumento de nuestras propias vidas. ¿Cómo? Así, mediante textos extravagantes y patafísicos como este, que no conducen a ninguna parte, o que son, apenas, una suerte de catársis superflua, un engaño consentido, un grito desde la costa para detener un barco que se aleja y que, lo sabemos, nunca regresará. Lo que no quita que me divierte mucho pensar que ustedes creen que necesito un psicólogo, urgente. Y que también me divierte la posibilidad de que esto les parezca divertido, gratificante y mucho menos absurdo de lo que me propuse. ¿No les dije ya que escribir ficciones absurdas es lo menos absurdo que existe?

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman   

Fin de Ubú - Héctor Ranea


Roi Ubú es cruel en demasía. A raíz de eso fue a la guerra. Una vez allí hizo las peores tropelías. Iba a las trincheras enemigas por la noche, para poner en cada suela de zapatos cientos de clavos. Cuando los soldados trataban de incorporarse a la mañana, se los clavaban y no podían decir nada a sus sargentos porque serían castigados. Así, debían pasar por la enfermería a pedir alcohol y vendas que Ubú había cortado con una tijerita que llevaba consigo, así que no podían curarlos, y morían de gangrena.
Otra desfachatada crueldad de Ubú se basaba en su fealdad extrema. Podía colocarse del otro lado de los espejos y los soldados, al afeitarse, creían haber sido transformados en monstruos por algún gas mostaza. Gritaban tanto que los liquidaban antes de que los enemigos descubrieran las posiciones.
Éstas y otras crueldades hacía Ubú sin que lo descubrieran. Hasta que un soldado que vio de noche su desagradable silueta, le jugó la peor de las bromas pesadas. Le pegó con un palo, le hizo perder la memoria y le puso sus borceguíes. Al despertar, Roi Ubú vio los botines, les clavó los clavos y se ensartó a sí mismo. Sin botiquín, se pegó la gangrena y murió.
Nadie lo llora porque había matado o hecho morir a tantos soldados enemigos como propios.

Acerca del autor:

Viaje por el río Leteo — Ada Inés Lerner


El crepúsculo asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Navegué hacia el poniente, supongo, para esconderme cuanto antes de la luz y de mis enemigos. 
Mis amigos y enemigos son seres vivos. 
Mis amigos son los pecadores más "cercanos" a Dios y la luz, es decir puestos en los primeros círculos, son los incontinentes, es decir aquellos que usaron el menor uso de la razón en pecar. 
Mis enemigos siguen siendo los violentos, cegados por la pasión, aunque tienen, como suele suceder un nivel de inteligencia mayor que los primeros. 
Los fraudulentos y los traidores, que quisieron y realizaron el mal conscientemente, y que no desean olvidar: como los que confiaron en Satanás, los traidores a la patria, los que abandonaron a los niños. 
Quizás éstos últimos desearían seguirme en este viaje por el río Leteo, en este viaje hacia el olvido.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

jueves, 6 de agosto de 2015

El túnel - Patricio G. Bazán


—Johnston, ¿me escucha? ¡Estoy atrapado!
Nada. La radio no servía debajo de toneladas cúbicas de roca. Podía sentir con fuerza los latidos de un segundo corazón que, seguramente, venían de su pobre cabeza dolorida, golpeada por una piedra antes del derrumbe. No podía ver, y rogaba que fuera solamente la oscuridad de la caverna, y no ceguera. 
Lo último que recordaba antes del desmayo fue aquel maldito artefacto: una especie de cubo dorado cubierto de inscripciones mayas o aztecas. Jamás supo diferenciarlas; apenas si figuraba en la plantilla como “asistente", y ni siquiera era alumno del profesor Johnston. Si le hubiesen aclarado que su trabajo de jornalero incluía el riesgo de morir aplastado, preferiría haber seguido en la fábrica.
Aparentemente estaba ileso, aunque su cabeza se negaba a funcionar correctamente. Recordaba que al manipular esa reliquia, lo sorprendió un zumbido peligrosamente fuerte, una vibración que lo atravesó como si fuera un muñeco de papel. Después, todo se vino abajo. Milagrosamente, no estaba muerto. Aunque se había acostumbrado a la penumbra, recurrió a la linterna que, por fortuna, aun pendía de su cinturón.
—¡Fantástico, esta porquería también se dañó! —exclamó al ver la luz mortecina e intermitente que revelaba una caverna estrecha. El aire olía húmedo y salado, lo cual le recordó a su casa natal en la costa, y el amado mar de su infancia. Los ojos se le humedecieron involuntariamente al asalto de tantos recuerdos aparentemente olvidados. Bueno, pronto volvería a él.
Apagó la linterna para conservar las pilas y caminó tanteando los muros, inquietantemente pegajosos. Ese latido persistía en taladrarle la cabeza, impidiéndole enfocarse en su problema inmediato: entender en dónde demonios estaba. Un repentino temblor lo clavó al suelo.
—¡Por Dios, otro derrumbe no! —susurró en la cálida penumbra. Todo el recinto temblaba, casi al ritmo del omnipresente latido. Debía apurarse: su única esperanza era salir de aquella cueva antes de que el techo se desmoronara.
Comprobó que ya no podía desplazarse. Con cada temblor, el recinto se estrechaba más y más, y su cabeza funcionaba cada vez peor. Pensó en volver a llamar al profesor, pero no recordaba su nombre. Sin previo aviso sintió hambre, miedo y unas irrefrenables ganas de llorar, a medida que sus memorias se iban escapando como animales espantados. Quiso llamar a alguien para que lo ayudara, pero solo pudo berrear como una criatura indefensa. El último recuerdo de su vida fue un rostro amado y sonriente, tal vez el de su madre.
Luego, todo se precipitó. Una luz, allá en el fondo del túnel, lo llamaba irresistiblemente. Descubrió que el latido que llenaba el aire de la cueva era el de su propio corazón aterrado. La claridad invadía la caverna a medida que se acercaba al final. Ya no podía pensar y, dócilmente, se dejo arrastrar por la incontenible fuerza que lo impulsaba a salir del canal uterino para enfrentarse a un nuevo mundo, una nueva oportunidad de vivir.

Acerca del autor:

Adonis en la playa - Rolando José Di Lorenzo


El atleta detuvo la caminata playera, miró a su alrededor y comenzó a quitarse la remera con movimientos estudiados y sensuales. Quedó así expuesto su musculoso y trabajado cuerpo, dorado, brillante. Se acomodó los anteojos oscuros importados, sacudió su cabellera rubia y con las manos en los bolsillos de la malla amarilla caminó hacia la orilla. Todo estaba perfecto a su alrededor, las mujeres no tardaron en advertirlo, la mayoría lo hizo disimuladamente, otras lo miraban con insistencia. Pero él ya había puesto los ojos en una rubia escultural que estaba allí cerca, en su reposera, leyendo una revista de moda. Era la chica para él, la chica digna de él. La miró varias veces, se paseó delante de ella, a cada paso remarcaba más sus músculos. Miraba el horizonte como buscando un destino, lo tenía estudiado, esa mirada lejana atraía más aún a las mujeres. De pronto, de la reposera junto a la de la chica rubia, se levantó un petiso y fornido muchacho de piel oscura y no precisamente por culpa del sol. Se acercó al Adonis y con simples y escuetas palabras le dijo:
—¡Vos serás el campeón del mundo, pero esta es mi mujer y no se toca!
El atleta, lo miró fijamente y vio en sus ojos negros, un brillo que hablaba de su orgullo, pero también vio allí el fuego de la violencia y el frío de la muerte. Sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se encaminó hacia el otro lado de la playa, muy lejos de allí.

Acerca del autor:

Los pasos - Abelardo Cid Topete


Los pasos me despiertan noche a noche a las tres de la mañana. Amodorrado, cada madrugada tejo una historia diferente al escucharlos: un campesino que va temprano a su cuamil, un amante que se escurre en la oscuridad, un insomne de amor siguiendo la luna, el policía en su rondín, un minero que nunca ve el día, un obrero que va a la capital a trabajar, el ordeñador que se dispone a despertar a sus vacas.. Los oigo y no necesito ir a la ventana para verlos. Hoy, en cambio, sí lo hice, espiando por un pequeño resquicio en mi ventana para descubrir cuál es la historia cierta. Lo que oí venir fueron los pasos con ese caminar que me despierta, esos pasos que llegan hasta mi ventana sin zapatos y sin cuerpo que los camine, siguiendo la vereda hacia el cerro. Sin embargo, por un ligero cambio en su manera de pisar supe que ellos sí me vieron y me saludaron.

Acerca del autor:

domingo, 2 de agosto de 2015

Un Quijote - Fernando Andrés Puga


Hoy tocó a mi puerta un hombre vestido con armadura, bigotito, barba fina colgándole del mentón y modales anticuados.
—Buenos días, caballero. ¿Tendría usted la amabilidad de brindarme un poco de agua para que mi rocín se pueda refrescar? —dijo, mientras señalaba al viejo y flaco caballo que arrastraba con dificultad un carro repleto de cartones, envases de plástico y cosas por el estilo.
No suelo atender a quienes tocan el timbre para pedir o vender, pero esta vez era diferente. Se lo veía tan atildado, tan inofensivo y bien educado que decidí socorrerlo.
—¡Aldonza! Vení un momento —llamé a mi hija quinceañera—. ¿Podés llenar el balde con agua y traerlo a la puerta?
Cuando la vio, de inmediato se arrodilló frente a ella, le tomó la mano y besándola, exclamó:
—¡Al fin te encuentro, Dulcinea!
Y dirigiéndose a mí:
—¡Oh, noble señor! ¿Tendría a bien concederme la mano de su hija?
¡Qué oportunidad!, pensé. Y sin dudarlo accedí.
Allá van. Acaban de doblar la esquina. Intuyo que serán felices.

Acerca del autor: 
Fernando Andrés Puga

Puzzle - Félix Díaz


Por fin termino el puzzle. Diez mil piezas, tan pequeñas que he tenido que usar una lupa para verlas. Meses de trabajo a punto de finalizar cuando coloque la última de las piezas.
Ya sólo me quedan cinco. Su lugar de encaje es evidente, simple cuestión de irlas colocando una tras otra. Ya no es como cuando empecé, en que tardaba largos minutos hasta encontrar una sola pieza que encajara.
Coloco la cuarta. Y la tercera pieza.
La imagen es la de un niño pequeño. Muy realista. Parece mirarme a los ojos de puro realismo
Pongo la penúltima pieza. Y la última. ¡He terminado!
El niño de la imagen me mira a los ojos.
¡Me saluda!
—¡Hola, papá! —dice.

Acerca del autor:
Félix Díaz

Preposiciones - Rubén Faustino Cabrera


―Si pretende pasar de año, señor Cabrera, esta mesa de examen que presido le pide que nos diga todas las preposiciones de la lengua castellana… ¡o se va a marzo!
―Señor… ¡es lo único que no estudié! ¡Jamás pude aprender las preposiciones de memoria!
―Le doy una última oportunidad, señor Cabrera: puede rendir el examen por escrito. Tómese su tiempo y piense. Las preposiciones clásicas. No todas las que se han incorporado o que se supone que deban ser incorporadas.
Me dieron una hoja en blanco y escribí mi descargo, no lo que me pedían. Al cabo de un rato entregué la prueba mientras decía:
―Lo lamento, señor. Nos veremos en marzo.
Mi profesor tomó la hoja, la leyó detenidamente, se la pasó a los otros dos profesores y me dijo:
―¿Me está cargando, Cabrera? ¿Está cargando a la mesa examinadora?
―No, señor. ¡De ninguna manera!
―Entonces… ¡lo felicito! ¡No le faltó ninguna preposición a su texto! ¡Hasta incluyó una preposición en desuso como “cabe”! Vaya, vaya. Está aprobado.
Me fui contento; un poco confundido. ¡Si jamás aprendí las preposiciones de memoria!
En mi casa recordé lo que había escrito, algunas palabras en mayúscula, otras en minúscula, tal era el susto que tenía. Acudí a la computadora. Descubrí que, por casualidad, había escrito todas las preposiciones clásicas en mayúsculas. Excepto CABE. O el profesor no se había dado cuenta o no sabe tanto como yo supongo, porque el CABE que escribí es una voz del verbo caber y no la antigua preposición cuyo significado es “junto a” o “cerca de”.
Una vez más recordé el texto:
“A mí, ANTE todo, esto no me parece justo. BAJO ningún punto de vista CABE suponer que sea justo. CON razón o CONTRA la razón. ¿DE qué me acusa? ¿DESDE cuándo, EN qué circunstancias, ENTRE marzo y ya HACIA diciembre, no estudié HASTA el cansancio PARA aprobar su materia? POR eso repito: SEGÚN su óptica, SIN apreciar mi dedicación, SO riesgo de equivocarse, decidió aplazarme SOBRE toda lógica, amparado TRAS su autoridad”. 

Acerca del autor:
Rubén Faustino Cabrera