miércoles, 29 de julio de 2015

El final del deseo - Sergio Gaut vel Hartman


—Soy una niña mala, mala —dijo Lolita alegremente, sentada en el asiento de atrás del Buick que devoraba kilómetros por la 38, ya cerca de la Viña.
Nabokov recordó el sabor a menta de la saliva de la nínfula y trató de pensar en otra cosa. Levrero, que ocupaba el asiento junto al conductor le tendió un amargo y el ruso aceptó el porongo sin inmutarse.
—Es esta niña de ficción —rezongó dando una larga chupada—. Se ha metido en mi vida y no me la puedo sacar de encima.
—Meta —dijo el que manejaba, un sanjuanino llamado Rogelio al que se le había pegado la forma de hablar de los tucumanos—. Relájese y goce, maestro, como en las violaciones. —La noche era clara y cálida, serena; y el reflejo del cielo iluminado por la luna le permitió ver las siluetas ondulantes y casi fantasmales de los caballos, que pasaban y pasaban, como mágicamente brotados desde las sombras, a la izquierda de la ruta. Los caballos seguían el irregular borde del arroyo y se disolvían en la nada. Rogelio pensó que sería una buena idea arremeter contra los animales y terminar de una buena vez con el sufrimiento del ruso. Pero Levrero, adivinándole los pensamientos, le sujetó el brazo.
—No lo haga —dijo—. Y no invada ficciones ajenas, que es de pésimo gusto.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman


Teorema de los infinitos monos - Daniel Frini


—Tenía que ocurrir. Algún día tenía que ocurrir —dijo Tarzán, mientras se quitaba los lentes con marco de carey, y dejaba el Ulysses de Joyce sobre sus rodillas.
A lo lejos, el tam-tam de los monos, transmitía en morse: “Entre corazón y ojos mi alianza está acordada…”; el primer verso del soneto cuarenta y siete de William Shakespeare.

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sábado, 25 de julio de 2015

Taxidermia – Cristina Chiesa


Había estado mucho tiempo observándolo en la pantalla, moviendo la imagen de derecha a izquierda; la había agrandado para tener una mejor perspectiva de los detalles y se detuvo sobre el gesto ese, tan raro. El rostro con la boca estirada en un largo rictus; los ojos achicados, la nariz dilatada. Sin embargo, la cara con la mueca —que después supo que era una sonrisa— parecía increíblemente auténtica, absolutamente espontánea. Trató de recordar algo similar en su coexistencia penosa. Hizo un esfuerzo. Sí… Allí estaba… Alguna vez, de manera furtiva, pero allí estaba: el rostro estirándose largamente; la boca desenhebrándose en esa mueca. Hace tanto tiempo... Hace tanto tiempo...
¿De qué mundo venía ese ser? ¿Qué clase de cuerpo era ése y cómo y qué designio los había llevado a emparentarse? Dijo provenir de un lugar: la Superficie. Pero, ¿de cuál de ellos dos era ese lugar? Tal vez de ambos… Todo dependía de cómo se mirara.
¿Cómo era posible, entonces, que hubiera existido siquiera esa fracción temporal, ese límite espacial que los había convertido en póstumos, infinitamente ajenos…? Una imagen en la pantalla.
No recordaba casi nada. Algunas cosas, tal vez… Los olores, sobre todo. Y las texturas. Los repliegues de ese cuerpo, el sonido sanguinoso del pecho, unas manos que se hundían en la oscuridad en una especie de frenética búsqueda de algo vital. Algo que buscaba leer con los dedos en el rostro de la vida.
Sobrevivió al Tiempo de las Brumas; nunca supo cómo. Ese tiempo espeso de dolor irremediable. La mordedura en el costado tirándolo hacia abajo, incesantemente; sangrándole la boca con una sustancia negruzca, amarga, nauseabunda…
Uñas afiladas le arañaban todo lo más íntimo, lo más oculto, lo más inconfesado. Lo rasgaban, lo saqueaban; lo despojaban. Y el día del derrumbe ya ni supo si era la muerte o era qué cosa. Se tendió todo a lo largo de los restos y el ser ese, el que dijo ser de la Superficie o de quién sabe dónde, el de la extraña sonrisa en la pantalla, ese que parecía inofensivo, amigable, ése, justo ése, vino y le aplastó la cara.
Ahora no tiene cara y sufre. Todos los de aquí pasan casi sin mirarlo. Algunos dejan sus dedos marcados en la mampara. Todos se parecen al ser de la Superficie; todos ríen como él, y casi todos parecen amigables.

Él los mira con sus ojos de vidrio; los sigue, los alcanza y —cuando ya no puede más— solo apaga la pantalla y gime en el vacío.

Acerca de la autora:

Para ¿joda? – Héctor Ranea


El tipo nos sorprendía siempre que iba. A todos nos daba la sensación de que, entonces, para él la clase de gimnasia pasaba más rápido. Hasta que confesó que ya tenía desarrollada la máquina de bolsillo y que más de diez minutos de rehabilitación cardiaca él no aguantaba. Después me enteré: el vivillo era H. G. Wells.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

El mafioso - José Vicente Ortuño


Don Alberto Anastasio era el dueño de todos los negocios sucios del distrito Marítimo. Controlaba las apuestas, la prostitución, el tráfico de drogas y el contrabando de tabaco del puerto. Pero no estaba satisfecho. Tenía comprados a los políticos locales que gobernaban y los de la oposición, así se aseguraba mantener siempre el control. Pero cuando más dinero y poder se tiene, más se desea, por eso decidió entrar en política. Empezaría por ser alcalde de su ciudad, luego saltaría a la capital, podría ser ministro o presidente del gobierno.
Cuando el hombre de mirada torva entró en su despacho y le partió el cráneo con un hacha, sus sueños de grandeza se evaporaron en un instante. 

Acerca del autor:
José Vicente Ortuño

martes, 21 de julio de 2015

Camafeo – Claudia Isabel Lonfat


Según mi madre, el camafeo había estado siempre en la familia.
En algunas ocasiones lo sacaba para alardear con algún invitado sobre su valor y origen. Todos lo miraban fingiendo sorpresa y escuchaban la historia mitad real, mitad inventada, que ella les relataba de prepo.
Comenzaba su fabuloso relato hablando del origen del camafeo, sobre el orfebre que lo había hecho hace cuatrocientos años para una princesa rusa que murió en la víspera de su boda, y que luego de entregarlo a la familia real había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro alguno. Que se trataba de una joya única, de un raro cristal. Y para lograr más impacto a su relato, agregaba, que nunca se había encontrado otra pieza de ese cristal, por lo cual muchos creen que el rey hizo destruir el lugar de donde lo extraían, junto con el orfebre.
La última vez que contó la historia, fue al jardinero por ausencia de público. Este la escuchó atentamente y cuando terminó su fabuloso relato, se lo pidió para mirarlo de cerca, y tras una carcajada dijo: —Fíjese, señora, cómo se parece a la Margarita Thatcher.

Acerca de la autora:
Claudia Isabel Lonfat

Pan de carne – Patricio G. Bazán


El prestigioso chef recorría su cocina con aire marcial, deteniéndose aquí y allá para felicitar y amonestar a sus estudiantes, sin dignarse a mirarlos. El desafío de la clase anterior consistía en la elaboración de un plato sencillo y sabroso, preparado en el menor tiempo posible, y para ello había dividido a su alumnado en parejas. Al llegar al último plato, se encontró con una receta impensadamente simple.
—¿Pan de carne? Curiosa elección…
Probó un bocado, paladeándolo con delicadeza. ¡Sabía realmente bien!
—Detalles, por favor, errrr…
—Jiménez, señor. Se mezcla la carne picada con un sobre de sopa crema de cebollas. No requiere de sal añadida…
—Debo reconocer que esta vez me han sorprendido. Mis felicitaciones a ambos. 
—Gracias, señor. Yo aporté la idea de la sopa crema.
—Ingenioso. A propósito —preguntó, mientras seguía comiendo—, ¿dónde está su compañero?
—El aportó la carne picada, señor —respondió orgullosamente Jiménez, señalando el plato.

Acerca del autor:


Riesgos - Daniel Frini


…tre los riesgos del viaje en el tiempo, está el de caer en los llamados bucles, que, según demuestran las ecuaciones, llevan al Universo a vivir una y otra vez esa secuencia temporal, por tal ra… tre los riesgos del viaje en el tiempo, está el de caer en los llamados bucles, que, según demuestran las ecuaciones, llevan al Universo a vivir una y otra vez esa secuencia temporal, por tal ra… tre los riesgos del viaje en el tiempo, está el de caer en los llamados bucles…


Acerca del autor:

viernes, 17 de julio de 2015

Version no oficial de los hechos - Sergio Gaut vel Hartman


Una hora antes del alba, el vehículo descendió con la suavidad de una hoja desprendida de un arce y se posó delante de la cueva. Dos figuras caminaron hasta quedar frente a la entrada y poniéndose de rodillas, en actitud penitente, se comunicaron con los Jefes. La piedra que cubría la boca del pozo era muy grande, por lo que debieron recurrir a sus mejores técnicas para moverla. Pero debían contar con recursos sorprendentes porque la piedra se movió hacia un lado, dejando la entrada de la cueva al descubierto. Sólo entonces las figuras se pusieron de pie y sus ropas se encendieron de tal modo que el espacio oscuro brilló como si se hubiera hecho de día y a continuación se desplazaron con celeridad para quedar a los costados del cuerpo inmóvil que yacía sobre la piedra plana.
Durante algunos segundos las figuras parecieron haber caído en un trance, pero luego extendieron las extremidades superiores y las enlazaron por encima del cadáver. De la conjunción emanó un rayo sólido que pareció hundirse en el cuerpo, desdoblándose, recorriendo por separado el camino que une el corazón con la cabeza y el que va del corazón a los genitales. La luz que emanaba de las vestiduras se intensifico, confiriéndole al conjunto un esplendor casi arrogante, como si todo aquel rito fuera un áspero grito silencioso.
Luego, la caverna quedó a oscuras, apenas iluminada por la fosforescencia residual y las chispas que las piedras, ahítas de fulgor, se esforzaban por escupir. Entonces el cadáver se sacudió de una forma horrenda, se sentó en la piedra y abrió los ojos, mirando hacia uno y otro hemisferio de las sombras como si despertara de una pesadilla. A continuación, con la vista fija en la boca de la cueva balbuceó algunas palabras incomprensibles para los operadores. El procedimiento había dado resultado; el hombre ya no estaba muerto, aunque aquello sólo era el primer paso de una larga serie de acontecimientos fabulosos, la sustancia del mito.

Temprano en la mañana, dos mujeres fueron a la tumba donde habían puesto a Yehuda. Cuando llegaron se encontraron que la piedra que cubría la entrada de la tumba había sido quitada y la cueva estaba vacía. Se sorprendieron mucho y se preguntaron qué habría ocurrido con el cuerpo del rabí.
De pronto, dos seres que vestían ropas brillantes, semejantes a los hombres, aparecieron ante las mujeres. El aspecto de aquellos seres era aterrador, por lo que las mujeres ya no estuvieron sólo sorprendidas, sino que también sintieron miedo. Los seres hablaron directamente a la mente de las mujeres y les dijeron:
—¿Por qué buscan entre los muertos a uno que vive? Ya no está aquí; ¡ha resucitado! Recuerden lo que él les dijo que sucedería.

Al oír estas palabras las mujeres recordaron lo que Yehuda había dicho y dejaron de estar asombradas y atemorizadas por haber encontrado la tumba vacía. Fueron inmediatamente a contarles lo sucedido a los demás y que el rabí había resucitado. Eso no era exactamente lo que habían planificado los Jefes ni los movimientos que los operadores debían ejecutar, pero una pequeña variación con respecto al proyecto original no torcería demasiado el curso de los acontecimientos. La Nueva Religión sería un instrumento adecuado en sus manos y en cuanto se extendiera por todo el planeta les aseguraría el control y la sumisión absoluta de sus habitantes. Ellos serían los pastores y aquel su rebaño.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

¿Acá es el blog? - Abel Maas


—Permiso, buenas tardes, me llamo Peralta, ¿acá es el blog?
Ya compramos todo lo que necesitamos.
¿Tengo cara de vendedor de detergente?
Vea, hoy en día las caras no dicen nada, con tanta cirugía…
Tengo papel carbónico, cintas para la Olivetti, rollos de Ektachrome vencidos, tinteros con el busto del general San Martín, el viejo era ordenanza en el ministerio y traía uno por semana, los vendo por el precio del metal…
Vea... tenemos…
Ustedes me recuerdan a Gasalla en “La Tregua”, el mejor papel de su carrera… cuando les señala a sus compañeros de oficina su vida estéril…
¿Estéril? Dejesé de joder, viejo, ¿por qué no se va?
—“Ser escéptico evita daños mayores, como la desilusión”, lo dijo Leonardo Sciascia.
—…también tenemos…

El señor Peralta se fue del blog, entró en la oficina de Durán Barba y le dijo a la secretaria: “Soy un perdedor, quiero perder mejor, pago con mis lágrimas”, y le mordió la boca.

Acerca del autor:
Abel Maas

lunes, 13 de julio de 2015

Obsesión - Graciela De Gaetano


Una de sus frases favoritas era “no me llevo bien con las emociones”. Consecuente con ella, nunca había llorado, y nunca se había enamorado. Para él, el amor era una mentira que se decían a sí mismos los demás a la hora del sexo. Las mujeres con las que se había relacionado no habían dejado en él más que un tibio y pálido recuerdo.
Nunca había notado a su vecina. Para él había sido siempre “la del quinto”, hasta esa tarde fatal en que la encontró casualmente en el ascensor y le preguntó su nombre.
—Verónica dijo ella.
—Verónica repitió él.
De golpe, como si hubiera sido creada con el conjuro de su propia voz, la vio. Y ya no pudo dejar de mirarla, y de verla en todos los espacios que miraba. Se descubrió despierto a la madrugada, pensando en ella. Enancado en su nombre, volvió a hacer pequeñas travesuras, esas de las que siempre se había burlado. Dejó para siempre las palabras cruzadas y empezó a escribir tonteras en el reverso de las recetas.
—Verónica.
Era lo primero que decía al despertarse. Y lo repetía obsesivamente mientras se preparaba el mate: todo se llamaba Verónica, todas las mujeres eran Verónica, y hasta llegó a dudar del nombre de su madre.
Perturbado, se tropezaba con las cosas, se le enredaban los textos que leía, y ya no sabía dónde estaba el norte. Para calmar su ansiedad, empezó a espiar su ventana para tratar de verla. Y cuando la veía, se le desbocaba la ilusión, y no podía dejar de soñar. Con la borrachera de su nombre, lo que le pasaba con los objetos era cada vez peor. Nunca estaban donde los dejaba, y se escondían con saña cuando los buscaba. Le costaba horrores prender la hornalla de la cocina, y cuando lo lograba, el fuego tenía tal fuerza que siempre le quemaba la salsa. No le importaba. Nada era importante. Pensaba sólo en ella, en su nombre: Verónica.
—Verónica. Lo decía en voz alta, lo cantaba, lo escribía, lo respiraba.
Esa mañana se despertó y el rito se le volvió esquivo. Se levantó de golpe.
—No, no puedo haberlo olvidado se consoló.
Azorado, buscó entre el desorden de su mesa, en el suelo, en los bolsillos. Solo encontraba bollos de papel con signos extraños.
Desesperado, se puso de pie y las rodillas no lo sostuvieron. Encogido en el suelo, con sus sienes quemando, vencido, lloró.

La mujer de blanco intentaba levantar al anciano, y llamó pidiendo ayuda.

—¡Jorge! Por favor, ayudame con el viejito. Otra vez se cayó, y otra vez se ha ido. ¡Creo que de hoy no pasa!

Acerca de la autora:

Eduardo - Claudia Isabel Lonfat


Eduardo siempre acaparaba la atención de los transeúntes con su presencia varonil, impecable y bien afeitado. Al principio las miradas eran de sorpresa, luego admiración, pero jamás de indiferencia, incluso, hasta arrancaba algunas sonrisas cómplices entre los hombres. 
Era singular, Eduardo, no se parecía a ningún otro. Su pelo rubio ceniza, sus anteojos espejados de marco dorado, que acostumbraba llevar puestos aunque el día estuviera nublado, y hasta cuando llovía. Ignorando las inclemencias del tiempo, seguía parado allí, en la puerta lateral de la pequeña tienda, con su media sonrisa canchera y sus zapatos algo anticuados; unos mocasines de color marrón con trabita plateada, costura en el talón, y la camisa a cuadros azul y roja de franela, demasiado calurosa para marzo. 
A veces, pocas, lucía ropa deportiva. Confieso que no me gustaba verlo enfundado en shorts minúsculos y remeras rayadas Dipporto, que le daban cierto aire amariconado. Lo peor fue cuando apareció con una vincha que le sujetaba la melena cenicienta algo apolillada con el correr de los años; supongo que le hacía falta algún baño de crema. 
La mujer de la tienda se enojó, se ve que le disgustó tanto como a mí la ridícula vincha, pero al sacársela, le dejó todos los pelos parados; y así quedaron, duros, mirando hacia arriba. Tanto ella como el empleado se burlaron, mientras él permanecía indiferente 
Los años pasaron y Eduardo ya no me parecía tan prolijo como antes, ni tan varonil. Esos tiempos fueron implacables para todos. Cada uno fue haciendo su vida como pudo. Atrás quedaron las caminatas por la avenida San Martin, cuando el frío invernal te calaba hasta los huesos, o los breves veranos tomando helado en Pololo o comiendo pizza con fainá en Ottonelli. Sí, la década del setenta nos pasó por encima mientras la vida transcurría en el colegio, el club, el trabajo en las fábricas, los amigos, las peñas, la vereda, la plaza o el cine. 
Ya no recuerdo en qué año ocurrió lo de Eduardo. Aquel día en el que un falcon verde se subió a la vereda del negocio, y dos de los ocupantes, sacaron sus armas y barrieron con todo. Con la mujer y el empleado también.
El primero en caer fue Eduardo, que se encontraba en la puerta lateral del local. El pobre quedó todo roto y desarticulado en la vereda. 
Alguien, no recuerdo quien, me contó que estaba hueco, y pude notar que tenía la misma mirada burlona de la mujer y del empleado aquella vez cuando ocurrió el incidente de la vincha. Ya me parecía a mí que Eduardo no era muy humano. 
Cuando paso por avenida San Martín y las vías trato de no mirar hacía la tienda; la última vez que lo hice, vi a una con pelo violeta y mejillas muy maquilladas enfundada en ropa berreta, en el mismo lugar que ocupaba Eduardo.

Acerca de la autora:
Claudia Isabel Lonfat


jueves, 9 de julio de 2015

Breve no tan breve - Héctor Ranea


No le fue tan bien al apoyarse en esa ventana: esta cedió con una levedad insólita y, sin hacer ni el mínimo de ruido, se derrumbó llevando a Qwfwq al otro lado. Alicia lo confundió con un conejo, ya que Qfwfq es célebre por su manía por la cronología y de ahí en más, la historia es conocida por muchos. El problema es que nosotros estábamos con él en su casa el día del desastre y lo vimos apoyarse en esa ventana y descomponerse. Ése es el motivo del presente relato. Sobre cómo se descompuso Qfwfq y cómo se recompuso.
La ventana literalmente se convirtió en fragmentos con la consistencia de una lámina de jabón. De hecho, algún invitado a esa fiesta creyó que habían desparramado caireles, por los colores iridiscentes que inflamaron de pronto a nuestro anfitrión. Insisto, porque es muy importante, no hubo ruidos de ninguna especie, al menos no audibles. Sólo aparecieron esos fragmentos bonitos de piel de agua. Nada bonito, en cambio, fue lo que ocurrió con Qfwfq, ya que en principio su torso fue troquelado por las láminas de piel de agua en modos imposibles de describir y viajaban casi todos en dirección contraria a la que apuntaba hacia nosotros. Estupefactos, veíamos a nuestro amigo, y el reloj que Maham le había regalado, desconfigurarse en tríos de segmentos, en compases de una fuga, en tropeles de luces diferentes. Al comienzo la figura de Qfwfq era aún reconocible, pero pronto se diluyó en la nada, se esfumó, literalmente hablando, en forma de denso spray transparente. En el momento de la disociación una amiga exclamó: —¡Carajo, parece un conejo! —Comprenderán ustedes que nuestra sorpresa fue aún mayor cuando, casi sin mediar instante reapareció Qfwfq en toda su forma, esqueleto, copa y reloj. Todos nos abalanzamos sobre él para comprobar si estaba en orden, después del desmembramiento que acabábamos de presenciar. Qfwfq estaba tan fresco como que siguió hablando del tema que había dejado inconcluso acerca de llegar tarde a quién le importa dónde ahora. Como lo interrumpimos, comenzó a contar una historia que sólo le interesó a Kroll, acerca de lo acontecido en esas semanas detrás de ese cristal. Mientras tanto, Maham lo miraba, y me dijo en secreto: 
—¿Desde cuándo Qfwfq toma gin en copas con asa? —Qfwfq escuchó la pregunta y dijo: 
—No es gin. Es té. Me lo sirvieron en el otro lado. 
Obviamente, nos dimos cuenta de que nos había pegado bastante mal alguna cosa de esas que suele agregar nuestro amigo al gin en sus fiestas, pero seguimos disfrutando la velada.

Acerca del autor: 

Concierto - Olga Appiani de Linares


El día de su primer concierto tuvo sufrimientos extraños: se le hincharon piernas, rostro, vientre...
A último momento debió alquilar un traje, ya que la creciente desmesura de su abdomen le impedía vestir el suyo, esperanzadamente nuevo.
Su madre, esgrimiendo justificaciones sicosomáticas, le cedió un par de Valiums.
Así, soñoliento y distante, pudo observar con cierta ecuanimidad la expansión sin pausa de su barriga; y a pesar de las náuseas insolentes, ni pensó en cancelar la presentación.
A la hora señalada, sintiéndose ridículo, ajeno a su cuerpo, aturdido aún por los sedantes, se sentó al piano.
Y entonces dio a luz la música.

Acerca de la autora:
Olga Appiani

domingo, 5 de julio de 2015

El pescador - Marcia Escala


Lo sobresaltó el tirón de la cuerda. ¿Habría algo por fin? No sería la primera vez que el deseo lo llevara a confundir un movimiento, un enredo de sogas, con un pez. La red flotaba ahora estremecida por la turbulencia del mar. Otro tirón; con suerte no llegaría a su casa con las manos vacías. Tantas horas de espera en esa tarde inhóspita, el cansancio marcándose en la cara, el cuerpo entumecido.
En el muelle no había nadie, excepto un perro anhelante que esperaba a cierta distancia. Los demás pescadores se habían ido hacía ya largo rato; el frío, el viento y el escaso pique los habían disuadido. Él no quiso aflojar, con la tozudez que a veces produce la desesperación.
Un nuevo tirón; no cabían dudas, había algo. Sujetó la red con fuerza, tanta como la del pez. Debía ser enorme; luchaba con vigor tensando la soga.
Intentó ver qué pieza era pero la escasa luz, el oleaje, se lo impidieron. Estaba solo frente al mar embravecido. Un sol moribundo caía en el horizonte. Las gaviotas buscaban refugio entre las rocas.
La red se sacudía cada vez más tirante. Los nudillos se le blanquearon, en las palmas aparecieron grietas rojizas. Se afirmó contra el muelle; no podía dejarlo escapar. En una de las convulsivas sacudidas descubrió parte de una gran forma de color plateado blanquecino. Era el pez más grande que jamás imaginó conseguir. No era uno de esos depredadores que habría roto la red a mordiscones, inapropiada para ese tipo de animales.
Era sorprendente la resistencia. Debía controlarlo, evitar que se escapara. Un nuevo, infructuoso intento por dominar al pez, lo dejó casi exhausto; así no lograría subirlo. Rápidamente ató los extremos de la red a las maderas que habían servido de apoyo, agarró el arpón. El primer golpe no dio en el blanco, tampoco los tres siguientes. Fue en el quinto cuando logró su objetivo: hubo algunas sacudidas débiles, después las sogas se aquietaron. Un gran manchón rojizo se fue diluyendo en las aguas revueltas. Por fin era suyo; ahora el último esfuerzo: subirlo al muelle.
Con dificultad lo fue elevando hasta tenerlo inmóvil sobre el piso. No desenredó las cuerdas de inmediato porque necesitaba recuperarse del agotamiento; le dolía todo el cuerpo. Del sol quedaba un reflejo violáceo perdiéndose en el cielo.
Al cabo de un rato abrió la red. Lo primero que vio fueron los ojos enormes, abiertos, mirándolo sin vida. Tuvo la certeza de que jamás los olvidaría, hasta el momento de su muerte. Y quizá más allá también, como un mal sueño, esos que parecen adherirse a la piel, a los sentidos. Contempló largamente el arpón incrustado entre los pechos pequeños.
Entonces, con un póstumo esfuerzo, acercó la red al borde del muelle, la volcó al mar, la vio hundirse. Los cabellos fueron lo último que vio; flotaron un rato para luego desaparecer perezosamente. Quedó un tiempo interminable quieto, la mirada perdida aun cuando ya no podía verse nada.

Acerca de la autora:
Marcia Escala

Espacio patafísico - José Luis Velarde


Altura para distanciarme de ti es lo que necesito. Bastará siempre y cuando no repliques mi rumbo. En algunas posibilidades tendré que desplazarme en otras direcciones. Arriba, abajo, hacia los lados. En realidad no me importa hacia dónde; siempre y cuando sirva para restablecer la soledad donde me encontraba antes de conocerte. Decir altura no tuvo intención ofensiva ni aires de superioridad. Pude haber dicho que necesitaba ir hacia el norte o a un infinito confín de la galaxia. Pude emprender un descenso hacia las profundidades de mi sinrazón para dejar claras mis intenciones de abandonarte sin añadir lastimaduras, porque supongo que todas las ausencias duelen. Tal vez pronuncio demasiadas pistas en vez de partir en silencio como lo hacen aquellos que se alejan para siempre.
No pretendo emprender un movimiento rotativo, apenas anhelo marcharme seguro de que no voy a regresar. Debería descubrirme seguro de mis pensamientos y no logro romper el encantamiento que me mantiene aquí. Es como encontrar las tres dimensiones repletas de tus imágenes. No todas duelen y mi semblante ajado titubea al descubrirme festivo en otras realidades. No son las escenas más abundantes, pero más allá de las ocasiones enturbiadas por la tristeza, la rabia o los malos entendidos predomina la calma. Me pregunto si huyo de la paz, pero me respondo que puede ser tan nociva como los combates emprendidos en nombre del amor. Afirmo y desmiento con un afán más creativo que demoledor. Pospongo la ausencia. Te nombro y pienso en la altura que necesito para aproximarme a ti.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

Primera vista - Roberto Yamakata


Lady Jane descendió del carruaje en la calle principal. Los hombres bajaron la vista cómo si no observasen, aunque conscientes de su presencia. Por ser la elegante y bella heredera de su familia, el respeto. La habían enviado a los colegios más refinados, y se encontraba de regreso, en el pueblo de sus padres. Mientras entraba al edificio principal, se desató una batahola descomunal . Un joven grandote y forzudo arremetía en la entrada del saloon. Volaban barriles y mesas, se derrumbaban columnas. Interesada por un suceso que quebraba la rutina, preguntó que ocurría. Es el hijo de Jim, dijo uno. No tienen derecho a las aguas del arroyo, su hacienda muere. Pero la ley es la ley. Siguió observando mientras la conducían al interior. Sabía que acababa de conocer al padre de sus hijos, que escandalizaría al pueblo y que su madre lloraría bastante hasta que se le pasase.

Acerca del autor:

miércoles, 1 de julio de 2015

Actualización - José Vicente Ortuño


—Señor Botero, si quiere conservar su empleo debe usted actualizarse —dijo el director general.
—¡Pero, señor director, esto es una aberración que atenta contra las tradiciones…
—¡Amigo Botero, ya no estamos en la edad media! Hoy en día hay que trabajar de manera más eficaz, rápida y limpia.
—Pero no sé si sabré utilizar esos… —se estremeció al pensar en ello.
—No se preocupe, mañana empezarán a instalar los nuevos equipos y, mientras duran las obras, usted hará un curso en Tokio sobre su Manejo y Mantenimiento —lo tranquilizó el director.
—¿Tokio? ¿A gastos pagados?
—Naturalmente —respondió el director.
—De acuerdo —dijo apesadumbrado—, sin embargo, no me gusta que mi departamento cambie de nombre después de tantos años.
—¡Pero si “Servicio de Microondas de Pedro Botero” suena muy dinámico!
—No sé, no sé... —murmuró cabizbajo—. Creo que echaré de menos mis viejas calderas.

Acerca del autor: 
José Vicente Ortuño

El Federal - Abel Maas


Lito caminaba sin apuro por la calle Lavalle, hacia el este. Era el jueves 26 de octubre de 1961, por la tarde, el reloj marcaba las 17:52. A pesar de ser un día de primavera, el cielo anunciaba lluvia. Faltaban apenas dos minutos – exactamente a las 17:54 – para que Lito se cruzara en la calle Lavalle con Pedrito Rico. 
Lito conocía y admiraba la obra del cantor y bailarín español, nacido Pedro Rico Cutillas, en Elda, Alicante, el 7 de septiembre de 1932. Lo había visto en la tele y un día estuvo a punto de ir a verlo al teatro, llegó hasta la puerta pero le temblaron las piernas y no pudo entrar. Felizmente estaba solo. Sin embargo, pudo escuchar a un risueño grupo de señoras admiradoras del astro, que hablaban de su carita de ángel, de sus ojos, de su boca, de su nariz, su cuerpo, su famoso culito. Lito tomó nota de todo. Pero volvamos a la calle Lavalle.
Se cruzan entonces a las 17:54 Pedro y Lito, se reconocen humanos, pero cada uno continúa su marcha. Lito recordaría en sueños adultos, la petisura de Pedrito, su estampa de muñequito de torta. A pocos metros mi amigo se detuvo, por motivos que siempre escaparon a su entendimiento (“no sé para qué mierda me tuve que parar”, se preguntaría en años sucesivos). Se quedó unos segundos detenido, recuerda que en el cine Arizona daban “Espartaco”, había una foto de Kirk Douglas encadenado y con el torso descubierto. Giró, Lito, curioso, y se encontró con que a no más de 15 metros, a la altura del Select Lavalle, El Angel de España lo esperaba, ya girado.
Una honda laguna intervino el cuerpo y la memoria de Lito a partir de ése momento, y muchos años después había de recordar, no frente al pelotón de fusilamiento pero si frente a su propio estigma moral, que corrió y subió al 99 en medio de la lluvia, rumbo a su casa, y que se sentía mojado, agitado y confundido. Muy confundido.
Confusión que conservaba, por lo menos hasta esta mañana de domingo, en que tomamos el desayuno en “El Federal”, y volvió a contar esta historia idiota, esta vez para estupor y vergüenza de hijos y nietos.

Acerca del autor:
Abel Maas

El pasaporte - Ana Caliyuri


—¡Joder! ¡Dónde he metido mi pasaporte! ¡Oh Dios, ayúdame, ayúdame! No podré abordar el avión. ¡Esta puta costumbre de poner tantas cosas en la cartera! —Revolvió una y otra vez lo que allí había; el rouge, maquillaje, un set de espejos, la libreta de anotaciones, el teléfono celular; un mini álbum de fotos que mostraba el rostro de sus hijos y nietos. Búsqueda en vano, el pasaporte no aparecía.
Hurgueteó con desesperación dentro del bolso de mano. Allí tampoco estaba. Abrió el cierre del bolsillo exterior y la mirada de la mujer se tornó risueña. ¡El pasaporte! Miró la primera hoja del documento. Luego, tomó temblorosa el teléfono celular e hizo una llamada.
—Hola, hija, traje por error tu pasaporte al aeropuerto. No podré viajar. Ven por mí.
—Madre… otra vez estás con el síndrome de falsa identidad. ¡Es tu pasaporte! El mío está en trámite.
—Esta no es mi foto!
—Madre, es tu foto, tomada cuatro años antes de tu trigésima cirugía estética…

Acerca de la autora:
Ana Caliyuri